Dicen que todos han mentido alguna vez –excepto yo– El caso es
que aquella noche, en el ring, se dio una batalla de dos seres fenomenales…
extraordinarios.
No sonaba aun la campana, cuando aquellos dos gallos de pelea
naturales ya destrababan su pesada artillería. Y no era cosa de ese día, por
ganar una pelea… era una guerra de años. Los guantes eran pretexto, el
cuadrilátero una excusa para poder soltarse todo lo que traían dentro. No eran
puños chocando al unodós, upper o gancho, eran diástole-sístoles que hacían
fluir el coraje por las venas, la venganza por los músculos, el recuerdo a
través de los puños.
Frente a frente dos miradas cetrinas desmedían sus alcances con
fruición en el gesto, sin reparar en golpes cual si tuviesen una égida sobre la
zona hepática. No hubo réferi alguno que osara detener esa pelea, nomás dos
sobre la lona. Y se decían hermanos. No bastaría un round, ni hacía falta más
tiempo.
El denuedo de una vida debería extinguirse en ese preciso
momento. Dice Borges que “Así combaten los héroes: Tranquilo el admirable
corazón, violenta la espada, resignados a matar o a morir”. No había entonces
manera de parar el coraje sin par de esos perros de Tindalos. Los jueces
perdieron la cuenta de los golpes y jamás nadie escuchó sonar la campana.
El chiste es que la cosa no acabó allí, después de aquellos tres
vertiginosos minutos.
¿Quieren saber el final? Qué más da… Dicen que todos hemos mentido alguna vez.
¿Quieren saber el final? Qué más da… Dicen que todos hemos mentido alguna vez.
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