domingo, 18 de noviembre de 2012

“Donde Menos se Espera Salta la Muerte”


(1997)

Primer plaquette de narrativa que publica Joseangel Rendón Delatorre, que contiene 8 cuentos cortos, producto del trabajo realizado en el Taller de Narrativa, impartido por el escritor Ignacio Betancourt, (Junio a Noviembre 1995. Gracias a este curso, es como inicia a escribir narrativa, y asistir a talleres literarios como el del maestro Efraín Gutiérrez de la Isla en el Instituto Zacatecano de Cultura, durante los siguientes años.

De entre estos cuentos sobresale de manera notable “Los Tres deseos de Doña Chole (o de Porqué el Pechugas No come Pollo Kentoqui)”. En 1998 y 99, realiza presentaciones de este plaquette -y en especial del cuento- junto con los escritores zacatecanos: Juan Manuel García Jiménez, Ma. Eugenia Márquez, Efraín Gutiérrez de la Isla y Roberto Moreno Murillo, en las ciudades de Aguascalientes, San Luís Potosí, Guanajuato, Celaya, Querétaro y otras.

Monológica



Hoy es de noche. Es el último día del invierno, es el fin. Estoy al filo del tiempo.
Nunca nadie quiso dar crédito a mi versión. El aire fresco del amanecer se colaba desde el apolillado portón, pasando por el solitario y estrecho pasillo entre las macetas y los cilindros de gas hasta el segundo patio, hasta adentro de los huesos. Me ayudaba a despertar cuando salía -fastidiado, como siempre- de esa vecindad.
Yo la vi. La vi entrar al doce justo antes de que él muriera; Con un vestido pegadito que le bordeaba la espalda imitando su perfección, y terminaba exacto donde aún es permitido. Su piel, demasiado blanca, de suave tacto a la vista, cómo el satín del negro de su vestido, que transparentaba sensualidad. De cabellera abundante que no me dejó ver su cara y ondulaba con el viento embrollándose con su escasa vestidura; Al verla se me quitó el frío. Sólo la contemplé un segundo. No la volví a ver.
Luego se escuchó el estruendo. Corrí de inmediato al lugar, tropezando entre las quebradas baldosas. Crucé la puerta de fierro y casi caigo de la impresión. Ahí estaba el Ranas, Derrumbado en el piso, con los ojos mirando a ninguna parte. Con un agujero como de rondana en la sien, que le atravesaba la cabeza. Con el cabello y la mugre revueltos con sangre, con la sangre haciendo arroyos por las grietas del piso de cemento, que llegaban hasta la pistola, tirada cerca del cuerpo. Con toda esa gelatina visceral embarrada en el muro. Sin nada más en esas angostas cuatro paredes que una mugrosa mesa y un oxidado camastro.
Yo nunca había visto un muerto. Por eso me quedé inerte, petrificado. Hasta que llegaron Doña Leo y todas las otras como parvada. Fue cuando empezó el desmadre. Llantos, gritos, cuchicheos, desconcierto. Caras de inquisición y desconsuelo. Nadie quiso tocar nada. No tardaron los azules en tomar cuestión del caso. Yo permanecí inmóvil, mirando el cadáver del Ranas. Mirando lo que quedaba.
Los polis cargaron con todos. Con las viejas curiosas que en sus manos llevaban el pan o la leche, o la ropa para lavar. Con los esposos modorros que se tragaban su ayuno. Nos subieron en varias perreras y nos llevaron a la delegación. A mí ya no me soltaron.
Por eso estoy aquí. En esta celda más fría que el futuro que me espera y más oscura que mi desesperanza. Tratando de comprender, escudriñando en el recuerdo porqué todo se puso en mi contra.
Duré tres días sin levantarme a causa de la madriza. Los pinches judiciales jadeaban de puro gusto torturando mi desnudez por fuera y por dentro. El baño de agua helada, los tehuacanazos, los chicharrazos donde más duele. Debatían en desquitar en mí todo su rencor, con la saña de perros de pelea. Cada turno más ingratos, cada tanda más intensa. Y yo sólo repetía entre chillidos que cada vez más parecían sollozos, que cada minuto más parecían súplicas: "fue la mujer de negro, yo la vi entrar al cuartucho, justo antes de que él muriera”.
Las lenguas viperinas confabularon en mi contra. Todas las que llegaron corriendo a saciar su curiosidad. "El era el único que estaba en el cuarto ­dijeron- a un ladito del muerto". Me achacaron milagros y delitos que yo ni en cuenta. Que me iba a las azoteas, más allá de los mecates de los viejos tendederos, y me ponía a fumar mis carrujos. Y que ya loco cantaba sólo y caminaba equilibrándome en los pretiles, blasfemando contra los simples mortales. Que apenas dos días antes me había bronqueado con el Ranas. Pobre bato. Ya debía seis meses de renta, y como yo era el cobrador de la vecindad -a cambio de esa pocilga en el segundo patio- por eso todos me odiaban, por eso le reclamé el Ranas y amenacé con correrlo, pero no pasó de ahí. Me daba lástima verlo tan jodido. Criticaron hasta mi oficio de poeta de banqueta. Todos me envidian porque veo en el horizonte algo más que cemento, en el cielo algo más que humo, porque vivo sin ataduras, porque soy libre... lo era.
Dijeron otras mil cosas, no pararon de hablar por horas. Que sin pudor llevaba hasta mi tugurio a mujeres de mala nota. Aseguraron que estoy infecto de horribles enfermedades. Y nadie vio a la de negro. Eso fue lo que me hundirla.
Estoy sólo y sin salida. Muy temprano vino el padre a tomar mi confesión. También me tiró de a Lucas. Pidió el perdón de mi alma pero nada hizo por mí. Solamente dijo: "haz un acto de conciencia, hijo mío". Le grité desesperado "maldita sea, mi conciencia lo sabe todo, está limpia, pero no puede salvarme".
Un interminable pasillo me conduce a la cámara donde el final me espera. Mis pasos, sin fuerza y sin prisa en llegar avanzan por inercia. Las viejas locas están ahí presentes para regodearse del espectáculo, para saciar el morbo senil que las llevó a culparme. Todo está listo. Todo es silencio. Puedo verlas arrepentirse en el último momento. Pero... ¿qué surge entre los espectadores? Es la mujer de negro, que se acerca hasta los controles del funesto interruptor.
"Ahí está la mujer que les dije -intento gritar con todas mis fuerzas- ella es la que mató al Ranas". Pero un golpe en los nervios me paraliza el habla, me azota como un relámpago. Una corriente que me quema por dentro, haciendo arder mis venas... insoportable. Sudando gotas de carne carbonizada, entre convulsiones y desesperados gemidos veo como ella se acerca a mí, puedo ver su cara.
Ahora ya no importa nada... ahora lo sé todo.

Negro Profundo



Nunca me ha gustado vestir de negro. Es el color de los ojos de los perros en la noche. El maldito color de los roídos caminos de esta mina. Túneles y tiros horadados a dos mil metros bajo tierra. Negro profundo como el de esta vía eterna que nos lleva a la salida, igual que animales, sentados en las bancas de los decrépitos vagones. Entre cotizadas rocas que serán beneficiadas para el lujo del patrón. Silicosis de oro. Carísimo polvo que jode nuestros pulmones.
Los rieles combaten con las ruedas como queriendo impedir que se extraiga el fruto de la roca; intentando detenernos adentro para que sirvamos de alimento a la tierra. Ya quiero estar afuera. Prefiero el pueblo, paupérrimo y en semi-ruinas, a sus moradores, siempre en permanente orgía de intrigas y comadreos. Borrachos y cantoneras que de noche descargan su inconsciencia eyaculando frustración y de día sueltan su veneno, publicando unos los pecados de los otros y alardeando sus idioteces, siempre las mismas. Sin remedio.
Ya estoy harto de todo. De los peligros que acechan en las entrañas del cerro. De las ricas venas de esta tierra que parece tener vida y sin embargo... no se mueven, esperan a que vayas hasta lo más estrecho, lo mas negro, lo mas profundo. Están ahí día a día para que te vuelvas loco, para decirte que no hay soledad más agónica ni negro más oscuro que el de una mina.
Estoy harto de este túnel que nos introduce en otro mundo; del estúpido ritual de cruzarlo para entrar y salir. Cuarenta asfixiantes minutos rodando sobre acero y lodo en la tráquea infernal, apuntalada con maderos de sabrá Dios qué siglo, carcomidos y torcidos con el peso del tiempo. El pánico colectivo nos hace apagar nuestras lámparas de casco durante el transcurso para no ver la derruida estructura, para dormir un rato olvidando la ingrata condena de tener que trabajar aquí.
"Nada mas termina este año y me voy a la chingada", pensaba por la mañana "lejos de vituperios y de esta retrogente y de sus correrías: que si al padre Juan Bolas le da por subirse al campanario, desnudo, después de clavarse a Chona, y nos jode con llamada a las tres de la mañana, Que si al viejo Fidel -impotente mental- lo engaña Doña Juana -todavía de buen ver- con el que se le para enfrente; que si me eché al plato a Susana, que no es hija de Fidel, pero él no lo sabe (solo Juana y el compadre Casimiro, que fue quién donó el esperma) y cómo va a darse cuenta de algo, si él vive en la beodez; y quién no, si' dicen -y dicen bien- que sólo pedo o loco se atreve a entrar uno en la boca del infierno y a andar en todos los niveles.
Pensaba darme un baño al terminar el turno. Quitarme esta pegajosa nata de grasa y polvo, correr a la nopalera. Iba a revolcarme a Tacha, la hermana del Gallo, que no es tan bonita como Susana, pero se pasa de buena. Ya me veía metiendo mano. Quería desquitarme de la madriza que me puso el Gallo hace ocho días, cuando nos encontró juntos en pleno cachondeo; Desde entonces no me dejaba en paz, me retaba a pelear dentro y fuera de la mina, sintiéndose el mas cabrón de todos por estar labrado con los golpes de la roca, con sus músculos forjados a marro en las cribas del pozo de carga. Su acosa era otro motivo para detestar este sitio.
Salí de la mina por primera vez a las siete y media. Me baje del vagón en marcha a entregar mi lámpara. La lluvia me estaba esperando; en la luna también era de noche. El temporal se ensañaba con esta tierra, el cielo apedreaba los techos de lámina de las endebles construcciones. Corrí adivinando el camino hasta el campamento de los trabajadores, cuartos hechizos de madera de tercera. Sentía como si la lluvia me hablara con furia, como si el golpeteo en mi casco me dijera algo, pero no hice caso.
Al encender la luz de mi cuarto, el foco se fundió pero pude ver con el destello la cara de Gallo, su verruga parecía un cuerno en la frente. Salí corriendo en la oscuridad sin mirar por dónde, hasta que tropecé con un matorral y fui a dar de cara al lodo. Asustadísimo me acerqué por la ventana trasera, desde donde se podía ver algo ayudado por una lánguida luz. Entonces dio un salto de la cama a la ventana y sin darme tiempo a reaccionar, me dijo "Ven por mi cabrón, que ya estoy muerto... tienes que sacarme de esa inmunda mina".
Corrí a tropezones por la ladera, despavorido. Las centellas me abrían paso entre la densa oscuridad. Llegue a la oficina del pueble en las afueras del túnel, asustando a todos por el lodo en mi cara. Al lavarme vi mi piel transparente, de gallina muerta. Le conté al Minero Mayor la aparición fantasmal. No quiso creer pero asintió que nadie vio salir al Gallo por el túnel y no se reportó al final del turno.
En esos casos se organiza una búsqueda. Entré por segunda vez a la cueva del demonio, acompañado por el minero mayor y dos maquinistas. Mientras entrábamos, una voz subterránea me acosaba entre el ruido: " Estoy al fondo del pozo de carga, enterrado en el mineral del nivel 22".
Pinche Gallo, me perseguía su voz, su fantasma así como me había perseguido en la vida para golpearme, humillarme, para aumentar mi terror por el negro profundo de está mina.
El maquinista nos llevó al nivel 18, doscientos metros arriba del 22. Ahí es donde el gallo picaba la roca en la criba del tiro de carga. Al llegar, la parrilla estaba desmontada, el tiro abierto y el marro del Gallo con sangre.
Lo encontramos totalmente destrozado donde la voz me decía y repetía durante largos minutos. Tuvimos que esperar que el agente del ministerio público llegara de la ciudad y vomitara. Subimos con pala los restos al vagón y nos encaminamos a la salida.
Nada más salgo de este túnel y me voy a la chingada. Me voy a ir a una ciudad donde nadie me conozca. Que tenga casas de colores y el piso bien plano, sin minas. Con mucho sol y muchos árboles. El ruido de las ruedas en los rieles atormenta como el tic tac de un reloj viejo, como un eterno goteo que taladra el cerebro. No sé si crean que vi el ánima del Gallo.
Sólo sé que saliendo de este túnel me voy a la chingada. 

Los Sueños De Felipe Huerta



"No estoy para nadie. No abras la puerta, Rosalía. Sólo di que no estoy, que salí del país y que no voy a volver.
Felipe se remetía cada vez más en el ropero. Quería volverse gabardina o casimir, perderse colgado de un gancho para pasar inadvertido de su quinto sueño.
Recuerdo cuando me contó su secreto. Una noche de cabaret en que la abundancia le salía por entre las mangas, los bolsillos y los zapatos, y se nos metía a todos en la sangre, las copas de champagne que se llenaban solas gracias al billete de diez mil pesos que Felipe Huerta usó como tarjeta de presentación.
Ahí conoció a Rosaliacuerpodediosa, quien inmediatamente lo flechó, haciéndolo flotar en la misteriosa nube que formaba con su danza. Yo, que no andaba tan briago, vi cómo las mandíbulas de las niñas de sus ojos daban cuenta de la más exótica bailarina que hayamos visto en nuestras vidas. Su vuelo por la pista encendió a todos. Al fragor de más champagne, más dinero, más baile y menos prendas. El final del espectáculo lo dimos nosotros. Acabamos en la barandilla de un obtuso juez que no quiso comprender que Felipe se lanzó tras la rumbera por amor y no por faltas a la moral. Tal fue nuestra suerte que caímos directamente a la celda. Ahí fue donde Felipe tuvo su tercer sueño: Rosalía.
Le pasaba cuando se ponía hasta las chanclas, era como si el delirium tremens tomara forma física y al vomitar se escribiera en el bolo fermentado lo que iba a sucederle:
Su futuro.
Fue poco antes del 5 de Mayo de 1955 que soñó, cobijado por el tequila en la cantina del pueblo, el número en que iba a caer la lotería: Cinco millones de pesos. ¡Se los ganó toditos!. No sabía qué hacer con tanto dinero. Anduvo arrojando billetes por las calles y nos invitó a nosotros una buena parranda en la capital.
Lo acompañamos a comprarse su Cadillac nuevecito. Tenía cromados tan brillosos que en ellos nos peinábamos y acomodábamos nuestros sombreros. Era larguísimo, convertible, tenía llantas carablanca, motor V8, radio y todo. Nos veíamos bien pachucos tomando cerveza mientras paseábamos por Reforma, con los pies de fuera y el desmadre más de fuera. Manoseando a las chilangas con piropos. Hasta que el Vejigas guacareó en los asientos de piel. Felipe se encabronó y nos bajó a todos por corrientes. Nos quedamos sin un centavo en los bolsillos ni en los estómagos. Tardamos dos días en un auténtico viacrucis hacia el pueblo.
Parecía que el dinero nunca se le iba a acabar, pero solito se le fue desgastando. Una planta que no se ayuda a florecer muere, y Felipe no ayudaba en nada; deshojaba y deshojaba el dinero, hasta que lo perdió todo. Sin embargo, cuando su tesoro estaba en el punto más anémico, se hundió en un nuevo delirio y volvió a vomitar. Le pegó otra vez al gordo.
Entonces recuperó guapura y amigos. Reincidimos en ir a la capital a recibir el año nuevo del 59. Hasta que acabamos en una intachable celda a causa de un hermético Juez. Ahí fue donde me soltó su secreto mientras tenía su tercer delirio.
Se conchavó a Rosaliaextasiante más pronto de lo que yo pensaba. Las alfombras de flores y los regalos desfilantes encontraron la llave de su corazón y de todo lo demás. Compraron un palacio en San Ángel y se casaron en la fecha que marcó el vomitosueño: 29 de Julio de 1959.
La luna de miel duró seis meses. Las noticias de los recién casados llegaban al pueblo acelerando al viento. Hubo quién hasta una canción les hizo. Todos embellecían su boca con los diamantes y rubíes, las pieles finas, los vestidos que vinieron de París a conocer a Rosalía, el fino casimir que hablaba inglés y que forraba a Felipe de un falso aire de gentleman. En la cantina le contábamos al aguardiente cómo ella se bañaba con champagne de la importada y cómo encendía sus cigarrillos de carita con billetes nuevos, sólo billetes nuevos de 100 pesos.
-Necesito más dinero, quiero dar la vuelta al mundo- dijo una vez la antigua rumbera a su constante proveedor.
-Es poco lo que nos queda -respondió él disculpándose- No hemos invertido nuestra riqueza y se está muriendo envenenada por todos nuestros excesos.
Y Felipe Huerta le contó a su mujer cómo había obtenido sus dos primeras fortunas. Y ella lo obligó a beber y beber hasta que se congestionó. Y en el hospital le inyectó alcohol de caña al suero hasta que dijo un número, suficiente para otros cinco millones de pesos. Ese día Felipe tenía tan borracha la sangre que vomitó dos sueños seguidos: Uno fue el premio mayor. Otro: la fecha exacta de su muerte.
Se atribuló tanto que no quiso volver a tomar. Pero Rosalía, con el signo de pesos en los pezones, no se conformaba con la nueva fortuna y le pedía a Felipe un nuevo delirio. Le atravesaba botellas de todo tipo de vino; convirtió en cantina hasta el cuarto de baño, adulteraba con tequila el caldo de pollo. Y cuando nada resultó, se untó toda de brandy e hizo embriagarse de sus pechos a Felipe. Y como no fue suficiente, lo empezó a hechizar con sus bailes de diosa y se colocó un cinturón de castidad que sólo podría abrir la combinación de un nuevo premio mayor.
Pero sucedió lo que él temía. Se emborrachó tres días seguidos y en los tres tuvo el mismo delirio del quinto sueño:
Morirás el 20 de abril de 1968.
Ella tuvo que conformarse con invertir parte del dinero en edificios que se llaman condominios y vivir de lo que las rentas daban. Felipe se volvió espíritu divagante en vida, no salía de su casa en San Ángel, ya ni siquiera le atraía el sexo de su esposadministradora.
-¿Quién tocaba, Rosalía? -preguntó el ropero.
-Otro cobrador. Ya embargaron el auto y nos van a quitar la casa si no pagamos pronto la hipoteca. Mira Felipe, ya son las ocho de la noche del 20 de abril del 68 y no te ha pasado nada. Te recomiendo... ¡Te exijo que cambies esa piel de gallina famélica y agarres valor para embriagarte!. A ver si así nos recuperamos.
Como a las 11:50 se escucharon fuertes toquidos. Rosalía bajó a asomarse por la puertecilla del portón. Felipe gritaba enloquecido "No abras, no abras Rosalía". Era sólo un policía que había equivocado la dirección del Juez. Cuando ella subió a la recámara buscó a Felipe en lo más profundo del ropero.
Había muerto de un paro sustocardíaco.
Lo enterramos el mes pasado en el panteón del pueblo.
Nosotros lo trajimos desde la capital. Estábamos los más allegados -excepto ella-. El féretro en su paseo llenó las calles y la iglesia y las casas y los muebles y los vinos de la cantina de un fuerte olor etílico que embriagó a todos por varios días.
Dicen que Rosalíaexcuerpodediosa se sacó la lotería al día siguiente del sepelio… pero pasa días y noches emborrachándose con toda clase de licores.

Los Tres Deseos de Doña Chole (O de por qué el Pechugas no come Pollo Kentucky)



-Ya no chilles pinche Pechugas, vas a llenar tu chela de mocos. Mejor pásame la 12 de estrías, y si no me vas a ayudar de perdido cuéntame cómo te fue en Acapulco. ¿No pellizcaste a ninguna güera?-
Alonso Anastasio Pérez Jiménez, “El Pechugas", 20 años. Hijo de Doña Chole. Huérfano de padre desde los dos años, nunca había tenido un gusto. "Los sueños son objetos brillosos que sólo los riquillos pueden rescatar de los aparadores”, pensaba un niño que acompañaba a su madre a limpiar los tiraderos que sobrevivían al tianguis dominical de la calle Arroyo de la Plata, para luego pepenar entre el basural y hasta en las coladeras, a ver qué valía la pena apartar: fierros muertos, sábanas de cartón y esporádicamente alguna moneda prófuga de un cambio mal dado. Repensaba un hombre desde el rincón más sucio del cuarto de herramienta del taller del "Cántaro ubicado en la Avenida Morelos donde trabajaba de chalán.
-Los sueños son objetos brillosos...
-No manches, Pechugas, sacas de onda. Dame el repuesto del carburador y la llave Cressen. ¿Le gustó el viaje a Doña Chole?-
María Soledad del Refugio Jiménez viuda de Pérez. Cuarenta y ocho años. Bajita y robusta. De cara reacia endurecida por las pedradas de la vida y canas peinadas hacia atrás, esclavas de un cordel. Pepenadora, lavajeno, mandadera, comadrona, ropavejera y vendefierros. Madre del Pechugas, a quien con mano dura y partes de reciclaje le alcanzó a dar la primaria y le impidió irse de ratero. Único pariente en el mundo con quien compartía sus sueños en las noches luminosas, cuando se podía dormir sin sobresaltos, cuando la vida le daba permiso de soñar por un momento.
-Nada más tres deseos tenía mi jefa. No eran riquezas, ni lujos, ni galanazos. Eran tres deseos sencillitos y hasta baratos. Me los contaba cuando nos iba bien y sus ojos hacían luz. Sus manos se ablandaban y me abrazaba suavecito, acariciando mi pelo mientras su mente andaba por otro lado... por Acapulco.
Esa era su ilusión. le nació de mirar la tele en una casa de ricos donde le pasaban chamba, allá por la Sierra de Álica. Nadamás lo vio un ratito y le entró un gusto por ir allá que nunca lo olvidó. También por comer pollo Kentoqui, porque ese mismo día vio un anuncio, un solo anuncio de tele y era el del pollo Kentoqui. No eran como las gallinas flacas del Pollo de leche...
-Si por eso te pusieron Pechugas güey. Con la primera lana que ganaste corriste a la pollería a comprar unas pechugas y se las llevaste a Doña Chole para que las cocinara.-
Pero no es lo mismo. El pollo Kentucky es el pollo Kentucky. Está hecho con una receta secreta del pinche Coronel Sanders. Alonso lo supo ese día, cuando a su madre le dio gusto el detalle del mocoso, pero no era lo mismo. Dicen que cruje cuando lo muerdes y ni te embijas los dedos, sabe como a lo mejor que hayas comido. No era lo mismo.
-Estabas bien chavillo, pero saliste chambeador. Buen lavafierros y engrasador ...no como ahorita. Regresaste muy güevón de Acapulco.-
El Pechugas se hizo el obsesivo propósito de cumplir los deseos de su madre. Esa fijación lo llevó a guardar cada centavo ganado en el taller y cada peso de las piezas que se transeaba, hasta que después de muchos años juntó lana suficiente.
-Llevé a mi jefa al Kentoqui, pero al kentoqui Fray Chiquen de Acapulco. Ahí estaban todos sus deseos. Salimos de Zacatecas en puro camión pollero, de'sos que se paran en cada rancho y que tienen el polvo incluido. Llegando allá luego luego nos fuimos caminando de la terminal hacia la costera Miguel Alemán. En el camino le compré una bonita ancla de barco hundido -símbolo del mar- que en "el kilo" no te darían más de tres pesos por ella, pero me costó 80.
Paseamos por donde caminan los artistas, por todos los hotelotes, los restoranes caros y las tiendas de ropa bonita. Ahí estaba el Kentoqui, en medio de un mundo de fantasía, todo limpiecito, con sus mesas rojiblancas y sillas blanquirrojas como de juguete; unas morras de dientes parejitos que me vendían hasta pasteles de sabores gabachos. Todo en bolsitas y empaques desechables. Tiras la mitad de lo que compras. Qué bueno que mi jefa no limpiaba esos desmadres.-
Entraron al local muy ariscos, arrastrando el polvo y el olor a gallina que les había heredado el camión. Arrastrando el ancla que pesaba como santocristo, con la ropa pegada al sudorcuerpo. La gente los miró como a extranjeros, más bien como a limosneros.
-Si no quieren que vayan los jodidos, ¿Para qué se anuncian tanto?-
La encargada los miró como botaturistas y los atendió rápido para que se fueran. Compraron un paquete-doce-deliciosas-piezas-con-bollos-ensalada-y-puré-que-parece-betún y se sentaron a comerlo cerca de la ventana que daba al mar.
-Mi madrecita se sentía orgullosa de mí. Su Alonsito, el chamaco que había sido una carga en su vida, le estaba cumpliendo sus tres deseos. Sus ojitos lanzaban luz como en las noches de los sueños. Luz húmeda como de tristeza con aire de nomelacreo. Yo, contento empecé a desenvolver las piezas del paquete y se las acerqué a mi jefa para que tomara a su gusto.
Ella era feliz mi Cántaro, por primera vez en su vida era feliz, mecái.
-¿y cuál era su tercer deseo?
-Estaba incómoda por las miradas de la gente y se apuró a terminar, mientras yo miraba lo grandísimo que era el mar. De pronto un resuello la atragantó, se puso tiesa. De un impulso hacia atrás rompió la silla. Su pesado cuerpecito cayó al piso. Gemía. Clavaba los ojos en el techo. Se apretaba el cuello con sus manos. Se puso morada. Luego dejó de moverse.-
Doña Chole Jiménez murió el 20 de mayo de 1972, frente a su hijo Alonso Anastasio, muy cerca de sus deseos, en una sucursal de conocido restaurant de pollos, asfixiada por un hueso intruso. Ante el asco y el asombro de turistas y empleadas, que rápidamente le ayudaron a sacarla a la banqueta con todo y ancla. Al morir, pensaba en el mar.
-¿Y cuál era el otro cabrón deseo, Pechugón?
-La cargué yo solito, como pude, largo rato por toda la bahía. Alquilé una barca y nos fuimos mar adentro. Su tercer deseo era bañarse en el mar. La enterré como entierran a los capitanes de barco. Con los honores que me permitió el llanto y con el ancla que le había comprado bien amarrada a sus brazos. No había más. Cuando la solté al mar, todavía le brillaban los ojitos y hasta parece que sonreía.
-Pobre Doña Chole, tan buena que era... pero si no me vas a ayudar, mejor lárgate a empedar a otro lado.

Sin Depósito, sin Devolución


Las luces del Tenampa están diseñadas para alucinar. En la escasa visibilidad destacan las lentejuelas de los microvestridos. La cadencia estroboscópica y cambios repentinos de atmósfera hacen que las mujeres del antro luzcan épicamente bellas -de noche todas las gatas son pardas, inclusive algunos gatos mariposos-. A la una de la mañana humo y perfume se confunden con la música, se arrastran como gusano sinfín para llegar hasta la barra y rodearte con su ambiente pseudoparadisíaco.
Estás fuera de lugar. El asedio del sitio te incomoda; El vaivén de caderas brillosas y pechos extrovertidos se domina totalmente desde tu butaca. Las bocinas se desgastan berreando un bolero a ritmo de banda. Absorbente vacío que no logra estimularte; Tu síndrome de Pedronavajas se cohibe.
"No pongas la música tan fuerte. En lugar de estar ahí sentadote podrías darme una mano..."
-¿qué le servimos?-
El cantinero tiene cara de asesino múltiple o de judicial (¿existe diferencia?). Muestra una sonrisa Colgate con incrustación áurea, afeada, por una mala intervención quirúrgica en el pómulo izquierdo. Te ofrece sus servicios en tono de mamá piadosa:
-tenemos la mejor cerveza de barril.-
Apruebas la propuesta con el pulgar. Tienes la indiferencia del ausente. Scarface te sirve el orgullo de la casa en un tarro mal lavado (chingadera sabe a purga). El diente de oro te hace adivinar quién orinó en el barril; aun así te apuras a terminar.
“¿Cuántas veces tengo que decirte? ¡No tires el dinero en idioteces! Primero cumple cabalmente con tus obligaciones en la casa..."
Los bafles se cansaron de destripar cumbias. El ponediscos se compadeció de tus tímpanos y empezó a rasguñar una balada en el tornamesa.
-¿Por qué tan sólo, guapo?-
Una ninfa nocturna con voz acatarrada ha ocupado el asiento de al lado. Sus pechos pequeños y cintura estrecha suplican tu atención. No pierdes detalle del vestido que se abre hasta la cadera. Un voluptuoso muslo-­camaleón obedece a los reflectores mientras se acerca a tu pierna.
"En lugar de gastar en pendejadas deberías comprarme algo de ropa; Con estas mugres garras da vergüenza salir a la calle, parezco pordiosera..."
-¿No me invitas a bailar?-
Asientes con la cabeza y das el último sorbo a tu pócima. Tomas su mano sin fijarte que ya se embolsó la ficha. Entre féminas laboriosas y jotitos camuflash inicias tu viaje al cielo del cachondeo. Te arriesgas a pasear tu presa entre una tercia de bravucones que ya llevan más de un barril dentro. Te arrepientes de haberlo hecho cuando uno de ellos se fija en tu vestimenta.
-Mira, chicarcas, ese güey se vino en pijama.-
En realidad es un pants. Las que sí te delatan son las pantuflas que huyen indefensas de los pisotones de tu bailadora. ­
"Nunca me llevas a ningún lado, antes de perdido me sacabas a bailar cada mes, pero ahora sólo soy un mueble más, condenada al encierro de esta pocilga..."
Aprietas su cuerpo de la cintura. Deslizas tu mano por la cadera, donde termina la abertura del vestido, y acaricias su nalga protuberante, nada más para ver si son de a deveras. Un percutir danzonero rompe la dulzura de la calma.
-Si quieres pasar un buen rato te va a costar quinientos. No te vas a arrepentir, todos quedan complacidos con La Camelia.
Sin decir nada sigues a tu pareja. Traspasan el velo de la neblina multicolor por una estrecha escalera que va a ninguna parte.
"Si algún día descubro que me engañas te vas a la chingada; No voy a permitir que vengas a pegarme el SIDA..."
La música va quedando atrás hasta morir. Persigues su espalda semidesnuda a través del pasillo. Te guía de la mano diestramente por la penumbra de puertas infinitas hasta identificar la apropiada. Invaden un espacio que ahora es de ambos.
"Tu piensas que no hago nada todo el día ¿verdad? ¡No te das cuenta! Casi tengo que hacer sangrar a este piso de barro para dejarlo limpio, y los mocosos son una lata. No termino de arreglar algo cuando ya me tienen un regadero de la jodida. ¿Se te hace que eso no cansa?"
-Aquí vas a ver lo que es bueno, mi amor. Ninguna mujer es tan... excitante como La Camelia... no te vas a arrepentir.-
"Estoy arrepentidísima de haberte hecho caso. Yo tenía muchomejores partidos..."
Cadenciosamente se descalza hasta el cuello. Tiene un ombligo que invita a sumergirse en su abdomen perfecto. Con precisión micrométrica coloca cada prenda desechada en un perchero cuidando no arrugarla. Camina con parsimonia de gata en celo hacia ti. A velocidad magistral da cuenta de tu saco, pantuflas y ropa deportiva y robóticamente te acomoda en el borde de su telaraña.
Sutil, con la gracia de un comercial de colchones se recuesta junto a ti. Sus ojitos de vagabundo socorrido te endosan un título de propiedad.
"Ahorita no... puedes despertar a los niños: ¿a poco quieres que aprendan tus indecencias? ¿Acaso quieres ­que salgan igual de mediocres que tú?..."
-Tienes una hora. ¿Cómo quieres hacerlo?-
Descansas la cabeza sobre el pecho de tu almohada de $ 500 Y pierdes la vista entre los rojos resplandores del espejo en el techo.
-Si dices una palabra más, te mato. Sólo despiértame antes de irte.

Jesús en el Paraíso


Ahí estaba él, como si el tiempo no hubiera pasado. Como si diez años fueran la mitad de nada. Igual, con su cabello rizado, su mirada de matalasvolando y su complexión no cambiaron. Una vez más sentí envidia de él. Yo con mi panza pozolera que hablaba de un treintañero dejado por el olvido, con las incontables crudas hinchadas en mi cara. Y él... parecía que había pasado un solo día: Musculoso y bien parecido. Tan lleno de vida y yo tan lleno de vacío. Yo tan sólo y él... él con ella, seguramente.
Me acerqué a ver si me reconocía. Su semblante no se dio por aludido. Pensé en abordarlo y me arrepentí. Pero tenía que preguntarle por ella, por Lucrecia. Quería saber qué fue de la mujer que me robó.
-¿Jesús? Le dije con mi mejor cara de sorpresa.
-No Señor, no soy Jesús.
-Te pareces tanto que pensé...
-Tuve un hermano mayor llamado Jesús, muy parecido a mi, pero murió el año pasado.
¡Se murió el cabrón!. Qué ironía de la pinche vida. Él, con todo el carisma y dinero y la mejor vieja del barrio y se petateó. Yo, con mi vida hecha mierda, que tantas veces quise morir y ahí estaba: Con mi decrepitud prematura, con la pobreza extrema...
Con el camino libre.
Dejé al patán del cabello rizado hablando solo. Anduve caminando de un lado a otro, a lo pendejo, pensando qué hacer... Ella estaba viuda. Ella estaba sola. Lucrecia estaba esperándome.
Sé que si Jesús no se hubiera interpuesto con su guapura y aplomo, Lucrecia se habría casado conmigo, dando color a mi vida; calor a mis noches con su cuerpo excitante. Hubieran sido míos su cadera y sus muslos que tantos sueños humedecieron, su pecho en el que dormí los inviernos de soledad, su carita de musa que había tomado ya el color de las paredes del cuarto en que malvivo.
Tantas veces pensé que si Jesús no existiera... Los dioses del averno, habían escuchado mis oscuros ruegos. Mi vida tornó sentido hacia un rumbo perdido hacía diez años, hacia Lucrecia, la de la cintura esbelta, la de senos estrambóticos, mentón perfecto, boca sacrosanta de sabor indescriptible, ojos de almíbar. Hacia la procreadora de sueños. Hacia... ¿Hacia dónde? ¿Dónde vivía ahora el amor de mi vida?
Pensé en contratar un investigador privado, pero eso cuesta. Sin embargo, estaba iluminado por una fuerza divina... “En un agujero del tiempo existe un día, un solo momento para premiar a los jodidos". Ese era mi día. Entre todos los nombres de tanto desconocido del directorio telefónico, encontré el de Jesús. Corrí a la dirección que daba referencia el nombre, haciendo escala en un jardín para robar unas flores.
Tal cual soy, me paré frente a la puerta que marcó el destino para ese encuentro con el pasado, con el pedazo de vida que me quitó la vida... Para reconciliarme con la suerte. No supe si golpear la puerta o tocar el timbre.
Hago las dos cosas. La espera es como de diez años. Como de tresmilseiscientoscincuentaydos noches de éxtasis reprimido. Diez años son la mitad de nada, pero la espera del destino es eterna.
Pasos y sonido de bisagra interrogante. Por fin los deseos transgreden la dimensión.
“iPinche Jesús! ¿No que te habías muerto?"
Estalla la exclamación de los sueños rotos. De quién sabe cuántos miles de noches que faltan. De sorpresa al ver el fantasma que rondó mi desgracia y habitó el fondo de todos los vasos de aguardiente que se instalaron en mi úlcera.
“Trágame tierra, por Dios".
-¡Pinche Xenobio!. Mira cómo estás panzón y colorado.
-¡Jesús Ugarte, qué sorpresa!. Creo que me equivoqué de dirección.
-Pásale pinche Guajolote ¿De qué chingados te sorprendes?
-Me dijo tu hermano que habías muerto.
-¿Cuál hermano güey? Si soy hijo único. Apuesto que quieres ver a la Lucrecia. Pásale y no te hagas pendejo, sé que siempre te gustó, Guajo; tienes que verla...
Está hecha una marrana.

EL GIRASOL



Robi se cimbra en sus tres paredes con el campanoso amanecer. Sin erguirse busca un jarro despostillado que debe estar ahí. Nada. Levanta su mano y chasquea. Martín está cerca, lo sabe; siente su calor. Entrecierra el puño izquierdo y lo abre. Chasquea nuevamente pulgar y medio. Repite seña.
-Anoche rompiste el jarro sin darte color, vas a tener que tomar agua del bote.
Martín atiende con desenfado. Calma la sed de Robi, lo ayuda a vestirse y le da una vara filiforme. Con tres palmadas en la espalda lo pone en movimiento y camina tomado de su brazo.
-Hoy tampoco desayunamos, Girasol. Ayer estuvo muy flojo. Deberlas aprender alguna gracia para ganarte la papa, o por lo menos para que no estuvieras todo el día sentadote en el sol; Pero... sé que no me ves ni me escuchas... y me da igual. No tengo con quien hablar. Somos solos y tenemos que apechugar.­-
De un cuarto derruido, cerca de la iglesia, salen ambos niños, como todos los días. El silencioso polvo de calles cuartimundistas deja descender el día por el tufo pedregoso. Acequias y pordioseros bajan en procesión, de la ciudad fantasma hacia plazas y calles elegantes, hacia los lugares más estratégicos para condoler a los transeúntes. La misericordia está a la baja y el índice de miserables aumenta con ruido sordo de mañana abrupta.
Martín se arraiga en la esquina de siempre. Una plaza octagonal, donde emergen algunas jardineras con tristes bancas de cemento. Obras públicas dejó ahí algunas flores olvidadas para adornar la espera del enésimo semáforo del boulevard. Acomoda al girasol en su propia banca, cerca de su vista. Lo deja ahí todo el día junto a una lata vacía, cerca de rodadas presurosas y pasos impíos. Luego peina los tres carriles mientras el rojo lo permite. Ofrece un vidrio limpio a cambio de una moneda. Esquiva los autos que huyen del verde y se coloca estratégicamente a esperar una nueva andada de vehículos. El sol incide sobre el brazo izquierdo de Robi, que de ese modo sabe que la mañana es buena.
-Ahí viene el del carro azul que nunca me deja limpiar su vidrio. Lo voy a apañar sin que se dé color, orita vengo carnal...
Y el mocoso torea carros desde temprano hasta oscurecer. Robi sabe en qué momento el sol se retira, pues deja de sentirlo en su costado derecho. Es la hora exacta que marca la cena, a veces, su único alimento. Si Martín se tarda en recogerlo, el muchacho comienza a golpear la banca con su bastón, haciendo aspavientos. El limpiavidrios sabe que su hermano siamés ya está desesperado. Es hora de llenar la panza y regresar al cantón.
Martín da tres palmadas en la espalda a su hermano para invitarlo a caminar. De regreso a casa le platica:
-Esta vida vale madre Girasol. Mendigar todos los días para malcomer. Siempre lo mismo, para nosotros no existe el tiempo. Todos los días son iguales. Dichoso tú que no te das cuenta de nada. Estás en las mismas o más jodido. Pero esto va a cambiar camal, algún día...­-
El Hospital Le Clerck es el más elegante y ultra moderno de toda la megaurbe. Tomógrafos portátiles, equipos paramédicos supersofisticados, amplios y lujosos pasillos y exclusivísimos cuartos parecen decir que la muerte fue anulada en ese lugar. Pero no es así. En la suite del área de cardiología, Luís Mario espera un doble milagro: Que un corazón sea donado para transplantarlo a su cuerpo, y que ese corazón corresponda a un niño vigoroso de unos diez años. Pero a esa edad ¿quién va a querer morirse? Las esperanzas de que Junior sobreviva son mínimas y ni con todo el dinero de papáluis parece que se pueda hacer algo. Mamálucia está desconsolada. Ha envejecido más en el último año de la enfermedad de su hijo que en toda su vida; aunque eso es lo que menos le preocupa por ahora, ya que puede acceder a nuevos tratamientos hidroreafirmantes, neurofaciales o a una nueva cirugía en Houston.
Lo que más importa ahora es conseguir un corazón para Luisito a como dé lugar; cueste lo que cueste. El tiempo es agua que escapa de las manos y con él disminuyen las posibilidades de éxito del transplante. Eso ha dicho el Doctor Canseco.
-Hoy fue un día bueno Girasol. Tenemos café para mañana y nos alcanza para tacos. ¿Sabes qué? Una morrita de un carro me dio diez pesos y me dijo "adiós". Si hubieras visto sus ojos camal, tan llenos de vida bonita; eran como una caricia.
Y Martín acuesta a su hermano luego de cenar. Siempre se queda un rato con él. Ya en la cama, el Girasol toma su mano, el limpiavidrios la pasa por su mejilla muda y su cabello hipersensible. Para el pequeño Robi esa caricia es como música.
-Vas a ver carnalito, la suerte nos va a cambiar. No siempre seremos chicos. Lo bueno de ser grande es que se puede tener una chava como la de los ojitos chidos...­
Continúa su monólogo hasta que su hermano se duerme. Luego se disuelve en la oscuridad entre una cobija raída y cartones viejos.

El amanecer fue oscuro para mamálucia.
-El estado es crítico, señora Rubio. Si no encontramos pronto un donante perderemos a su hijo.­
Mamalucia sale con choferjaime a buscar alguna solución en las calles. La mañana resbala por el boulevard de Martín. El sueño de vida mejor muere con el crepitar de la gente, y la mirada de ensueño se ahogó en el humo de los visitantes fugaces del enésimo semáforo.
El cenit dice a Robi que es un mal día. Mamalucia llora en su limusina por la ruta del dolor. El pulso de Luisito es muy irregular. El doctor Canseco tiene un día muy ocupado. Martín esquiva un microbús. La tarde no da tiempo de juntar nada. No ha pasado la chica de los ojos de sueño. Robi tiene hambre. Lucía pide al chofer que vaya más rápido. Robi tiene sed. Otro verde. Martín corre. Robi piensa en su propio idioma de oscuridad y silencio. La niña de cielo detiene su auto en el rojo. La limusina viene a toda velocidad. Martín se descuida. Lucia grita instrucciones a Jaime. Robi toca el bastón en la banca. Martín mira al Girasol desde el piso, se nubla y se pierde. Robi azota la banca con el bastón. El chofer se abre paso entre curiosos. Carga a Martin. Sus costillas no lo dejan respirar. Robí se levanta. Hace aspavientos. Los ojitos chidos miran a Jaime subir a Martín a la limusina. Sangra del pecho. El Girasol abrecierra el puno. Chasquea. Busca una mano tibia. El verde se asoma a ver el accidente, Robi camina en la acera. Los micros presionan al tráfico. Robi no sabe usar bastón. Lucia mira a Martín. Está muy mal. Robi se acerca a la calle. La limusina no puede partir al hospital. Martín no tiene pulso. Lucía llora. El corazón de Robi quiere gritar. Lucra mira alrededor. Robi tropieza en la guarnición. Un claxonazo elegante atraviesa el smog. Robi se derrumba en el pavimento. Ha perdido su sol. Todos lo miran. Las flores del jardín sollozan. El Girasol le pide a su propio Dios tres palmadas en la espalda.
La operación ha sido un éxito. No por nada Canseco es el mejor cardio-cirujano del mundo. No en balde cobra tanto. Lucía no ha dormido en toda la noche, apostada en la puesta del quirófano. Cuando el doctor por fin realizó la magia, Luisito sale de cirugía sobre una cama rodante, ausente aún por el efecto de la anestesia.
Ya en la suite todos esperan. Canseco alardea de lo fácil que fue y de lo bien que respondió el niño. Papáluis, mamalucia, choferjaime, nanabuena, dos mucamas y Canseco miran atentos cuando el nene abre los ojos. Con un gesto turbado comienza a mirar alrededor. Chasquea y abrecierra los puños con desesperación. Con los brazos realiza aspavientos y tapa sus ojos. Chasquea y cierra puños otra vez, con gesto horrorizado.
-¿Qué pasa con mi hijo, Canseco?
-Tal vez... está rechazando el órgano... era una posibilidad... hay que intervenir nuevamente.
-Espere doctor, -dijo mamálucia- creo que sólo necesita una caricia.

La Fuga del Loco


Aquí todos estamos orates. Un baboso pinta patas de araña en nuestras camisas de fuerza. Desadaptados se la pasan platicando de espíritus que llaman musas. Un paranoico catrastofista se autodice poeta. Encapuchados mueren rompiendo los barrotes. Hay zombies dialogantes que solo saben levantar la mano y mujeres liberadas de su celda.
El más loco de todos se cree Jesús.
Se agarra multiplicando panes que nadie come, nos hace beber un vino con sabor a sangre; Usa buenas vibras para curar gente. Mastica teorías neocomunistas, conoce perfectamente la pentadimensión, sabe el futuro y adivina el pensamiento.
Hace una semana empezó a escribir sus memorias.
Anteayer lo asesinaron. Clavaron un libro sagrado en su cráneo.
Bueno... eso me contaron, porque hoy… nadie encontró su cuerpo.