martes, 23 de mayo de 2017

Destinos


Nunca sabré si fue un halo mágico, el azar o la casualidad; el caso es que en ese pequeño y pintoresco restaurant de la Calle D`Gaulle, a sólo unas cuadras de los Campos Elíseos, se respiraba algo más que un aroma de típica comida francesa; el aire transportaba, entre música de cuerdas, una atmósfera quimérica, colores de esperanza y felicidad manando de caras resplandecientes.
Fue instantáneo.
Pierre Gant, joven triunfador, cruzaba la puerta hasta llegar a la mesa de la bella Clara. En la bolsa del saco escondía un anillo de compromiso. En un futuro ya tangible, se verían teniendo a su primer hijo. Él sobresaldría como asesor financiero y ella se perfilaba para ser una exitosa diseñadora de modas. En su mesa el champagne burbujeaba llenando de dicha ambas copas.
Muy cerca de ellos la familia Renoir festejaba el cumpleaños 12 de su hijo mayor: Alan, jovencito que oía hasta el deleite las notas del ensamble: dos violines, guitarra clásica y contrabajo; bebía su primer vaso de vino y tenía su primer sueño de amor. El porvenir de Alan estaba asegurado –o comprometido– por la importante fortuna de papá, la cual, al cumplir la mayoría de edad, haría crecer en gran dimensión para beneplácito de toda la familia, especialmente sus 3 hermanitas pequeñas que ondulaban entre las mesas –al igual que la maravillosa atmósfera– al jugueteo inofensivo, sin escuchar el llamado autoritario de su madre, joven rubia, nacida en la provincia de Lyon, quien, más que nunca, se enorgullecía de su familia. Advertí que era hermosa al ver esas largas piernas torneadas.
Antoine Gerard festejaba con tres mejores amigos –compañeros de generación– el reciente nombramiento en el Concejo Municipal. Un reluciente anillo de graduación sobresalía tanto como el brillo de su mirada, reflejo de la hiperactividad que lo había elevado rápidamente a su recién obtenido título de abogado. Él sabía que en pocos años sería un fuerte contendiente a la presidencia de la república; pero en ese momento sólo pensaba en el regocijo, en encontrarle fondo a esa botella de coñac, para hacer menos seca la espera de las chicas. Los amigos de siempre tenían su propio mundo dentro del mundo que creaba la atmósfera mágica.
En otra mesa, un pequeño llamaba la atención por la forma en que sujetaba el plato vacío: Alex Sosa, que salía por primera vez de Sevilla con sus padres para visitar París y sus encantos, multiplicados en ese lugar, usaba el plato como volante de un imaginario bólido. En poco tiempo ese sueño lo llevaría a toda velocidad por las pistas de Go Karts, hasta lograr su primer campeonato mundial.
Jeudi Jerezzi, un escritor sin fama –aún– los miraba a todos. No pasó desapercibida a su aguda observancia la magia que invadía el lugar. Él no comía, casi nunca, sólo escribía y escribía mientras en aisladas pausas, rascaba su barba y echaba una sistemática mirada al entorno que mostraban sus gafas, mientras bebía un poco de armañac. Estaba por colocar el punto final a su más grande obra, más de trescientas hojas sueltas llenaban la mesa. La inspiración era impulsada por la euforia contenida en el sitio.
Cinco chicas serbias sentadas al fondo, cada cual con su rasgo personal de belleza, perdían la timidez mientras comían, bebían y miraban. Los meseros inclusive, contagiados tal vez por la música, transportaban las viandas con cadencia, en charolas plateadas, pulidas al espejo, ejecutando a la perfección el arte de ganarse las propinas.
Ajeno a todo y a todos –en un principio– estaba Michel Lafont. Él no festejaba nada ni esperaba a nadie. Se detuvo en este restaurant de pasada a la oficina, porque ya no alcanzaba a ir a casa. Lo perseguía una ajetreada tarde por venir, así como la firma de un jugoso contrato con una empresa telefónica. Deglutía su bistec de prisa, sin percatarse del singular ambiente que mezclaba los destinos y las alegrías de todos los presentes.
Nunca sabré si fue un condimento especial en la comida, o una etérea fragancia de embrujo, pero en un instante ya todos bailaban; los abogados con las serbias, Monsieur Renoir con su esposa, el escritor con las niñas. Michel se contagiaba de la magia; la bruma invisible se metía, subyugando desde las vitrinas. Las 5 chicas extranjeras –que no hablaban francés– desnudaban su alma saboreando la libertad. La calidez invitaba a despojarse de envolturas.
La pareja de enamorados entrelazaba sus sueños y los cabellos y los labios y los demás reían y bailaban sobre las sillas y las mesas; cada vez era más fuerte el brillo de las miradas y las caras y los cuerpos y los muebles; en esa danza la energía aumentaba en lugar de cansar. Se aceleraba el furor suspendido en el aire. Por un instante radiante la alegría de toda la gente al interior del restaurant fulgía cada vez más.
Flash…
― ¿Encontró restos del artefacto explosivo, inspector?
― No. Sigo reuniendo objetos que me aporten pistas sobre las identidades de los cuerpos; necesito más bolsas pequeñas.
Fue instantáneo. Los diarios apuntarán: “Atentado terrorista en París, frente a un restaurant”. Nadie dirá una palabra de los sueños desgarrados.
El fuego arrastró realidades. Un vacío inexorable posterior al estallido empujó a todos a una dimensión atomizada que esparció fragmentos de existencia, vahos de ilusiones, futuros diseminados que narran un momento difuso.

Aquí yacen los destinos mutilados. Es algo que tampoco pondré en mi reporte.

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