Nunca sabré si fue un halo mágico, el
azar o la casualidad; el caso es que en ese pequeño y pintoresco restaurant de
la Calle D`Gaulle, a sólo unas cuadras de los Campos Elíseos, se respiraba algo
más que un aroma de típica comida francesa; el aire transportaba, entre música
de cuerdas, una atmósfera quimérica, colores de esperanza y felicidad manando
de caras resplandecientes.
Fue instantáneo.
Pierre Gant, joven
triunfador, cruzaba la puerta hasta llegar a la mesa de la bella Clara. En la
bolsa del saco escondía un anillo de compromiso. En un futuro ya tangible, se
verían teniendo a su primer hijo. Él sobresaldría como asesor financiero y ella
se perfilaba para ser una exitosa diseñadora de modas. En su mesa el champagne
burbujeaba llenando de dicha ambas copas.
Muy cerca de ellos
la familia Renoir festejaba el cumpleaños 12 de su hijo mayor: Alan, jovencito
que oía hasta el deleite las notas del ensamble: dos violines, guitarra clásica
y contrabajo; bebía su primer vaso de vino y tenía su primer sueño de amor. El
porvenir de Alan estaba asegurado –o comprometido– por la importante fortuna de
papá, la cual, al cumplir la mayoría de edad, haría crecer en gran dimensión
para beneplácito de toda la familia, especialmente sus 3 hermanitas pequeñas
que ondulaban entre las mesas –al igual que la maravillosa atmósfera– al
jugueteo inofensivo, sin escuchar el llamado autoritario de su madre, joven
rubia, nacida en la provincia de Lyon, quien, más que nunca, se enorgullecía de
su familia. Advertí que era hermosa al ver esas largas piernas torneadas.
Antoine Gerard
festejaba con tres mejores amigos –compañeros de generación– el reciente
nombramiento en el Concejo Municipal. Un reluciente anillo de graduación
sobresalía tanto como el brillo de su mirada, reflejo de la hiperactividad que
lo había elevado rápidamente a su recién obtenido título de abogado. Él sabía
que en pocos años sería un fuerte contendiente a la presidencia de la
república; pero en ese momento sólo pensaba en el regocijo, en encontrarle
fondo a esa botella de coñac, para hacer menos seca la espera de las chicas.
Los amigos de siempre tenían su propio mundo dentro del mundo que creaba la
atmósfera mágica.
En otra mesa, un
pequeño llamaba la atención por la forma en que sujetaba el plato vacío: Alex
Sosa, que salía por primera vez de Sevilla con sus padres para visitar París y
sus encantos, multiplicados en ese lugar, usaba el plato como volante de un
imaginario bólido. En poco tiempo ese sueño lo llevaría a toda velocidad por
las pistas de Go Karts, hasta lograr su primer campeonato mundial.
Jeudi Jerezzi, un
escritor sin fama –aún– los miraba a todos. No pasó desapercibida a su aguda
observancia la magia que invadía el lugar. Él no comía, casi nunca, sólo
escribía y escribía mientras en aisladas pausas, rascaba su barba y echaba una
sistemática mirada al entorno que mostraban sus gafas, mientras bebía un poco
de armañac. Estaba por colocar el punto final a su más grande obra, más de
trescientas hojas sueltas llenaban la mesa. La inspiración era impulsada por la
euforia contenida en el sitio.
Cinco chicas
serbias sentadas al fondo, cada cual con su rasgo personal de belleza, perdían
la timidez mientras comían, bebían y miraban. Los meseros inclusive,
contagiados tal vez por la música, transportaban las viandas con cadencia, en
charolas plateadas, pulidas al espejo, ejecutando a la perfección el arte de
ganarse las propinas.
Ajeno a todo y a
todos –en un principio– estaba Michel Lafont. Él no festejaba nada ni esperaba
a nadie. Se detuvo en este restaurant de pasada a la oficina, porque ya no alcanzaba
a ir a casa. Lo perseguía una ajetreada tarde por venir, así como la firma de
un jugoso contrato con una empresa telefónica. Deglutía su bistec de prisa, sin
percatarse del singular ambiente que mezclaba los destinos y las alegrías de
todos los presentes.
Nunca sabré si fue
un condimento especial en la comida, o una etérea fragancia de embrujo, pero en
un instante ya todos bailaban; los abogados con las serbias, Monsieur Renoir
con su esposa, el escritor con las niñas. Michel se contagiaba de la magia; la
bruma invisible se metía, subyugando desde las vitrinas. Las 5 chicas
extranjeras –que no hablaban francés– desnudaban su alma saboreando la
libertad. La calidez invitaba a despojarse de envolturas.
La pareja de
enamorados entrelazaba sus sueños y los cabellos y los labios y los demás reían
y bailaban sobre las sillas y las mesas; cada vez era más fuerte el brillo de
las miradas y las caras y los cuerpos y los muebles; en esa danza la energía
aumentaba en lugar de cansar. Se aceleraba el furor suspendido en el aire. Por
un instante radiante la alegría de toda la gente al interior del restaurant
fulgía cada vez más.
Flash…
― ¿Encontró restos
del artefacto explosivo, inspector?
― No. Sigo
reuniendo objetos que me aporten pistas sobre las identidades de los cuerpos;
necesito más bolsas pequeñas.
Fue instantáneo.
Los diarios apuntarán: “Atentado terrorista en París, frente a un restaurant”.
Nadie dirá una palabra de los sueños desgarrados.
El fuego arrastró
realidades. Un vacío inexorable posterior al estallido empujó a todos a una
dimensión atomizada que esparció fragmentos de existencia, vahos de ilusiones,
futuros diseminados que narran un momento difuso.
Aquí yacen los
destinos mutilados. Es algo que tampoco pondré en mi reporte.
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