Al extremo de la noche soñé a un
hombre cuasibarbo, de pómulos hendidos, mirada abandonada, de mal augurio; voz
rugosa, pero terminante, timbre constante de palabras suaves, de comprensión
sencilla. Su cabello rebelde jugaba con la gravedad hasta desvanecer en sus
hombros, encanecido apenas; con la sombra por vestimenta.
— Hoy vas a morir.
Dijo repentino,
como si todo supiera y por tal, no le importara.
El despertar
fragmentado arruinó mi amanecer costumbrista. Decidí saltar toda rutina y
borrar el metodismo acuciante para escapar de ese destino soñado; presagio
insubstancial, mas sin embargo, digno de asumir precauciones. Apenas di un
retoque a mis facciones. No llevé conmigo el clásico almuerzo de emparedado
rápido y refresco de cola.
Decidí no usar mi
carro para ir al trabajo. Tomé un autobús lleno de gente cara-muda, piel
medrosa, bolsillo de no-llego-al-día-15; mujeres con mal arreglo mañanero,
cabello apenas recogido o enchongado y reclamos sueltos en susurro. Un chofer
ególatra-subversivo que no temía al peligro del indescifrable tráfico de
autopista y abría paso a ruidosos empujones; sólo temblaba ante macuarros
imberbes, que subían sin pagar, al desenfado del día, sin nada qué hacer e
ignorando a dónde ir, con la existencia resbalando entre sus holgadas ropas.
Bajé al margen de
un mercado con la vida al regateo. Cientos de señoras comprometidas con el
futuro de sólo ese día, con mucho por comprar pero poco en el bolso, el
quehacer por delante, empujándolas a un destino de orgullo impropio; caminado
al compás del olor a futa de temporada, verdura fresca y secretos baratos que
sólo ellas saben dónde encontrar.
El estridente tianguis
era un atajo obligado para llegar a mi oficina. Hube de esquivar a un garrotero
y diez pesadas rejas que saltaron del “diablo” y casi me caen encima. Suavicé
el paso para que ninguna premonición soñolienta cumpliera su fin; únicamente
era cruzar ese mercadillo y llegar al reino de la burocracia, 8 pisos de
documentos por resolver, donde nadie se ha muerto, a no ser de aburrimiento.
Entre mujeres cada
vez más ausentes en busca de ofertas obligadas, rejas y rejas de leguminosas
viajantes, a la vuelta de un cenizo puesto con escasa mercancía, estaba el
viejo que jamás había visto, en el lugar por donde nunca antes pasé, en doloso
momento que recorrió todas las pesadillas de mi vida en un segundo trémulo: la
del cuasibarbo despomulado e inconexas anteriores rodeando el rotundo y sombrío
“Hoy vas a morir”. La piel sacó mis miedos crispándome el vello, me detuvo de
golpe, justo frente a esa mirada predictiva, profunda como algo que nuca se
entiende.
Una cara tan real
daba certeza a mi sueño. De verdad, entonces, las horas de mi vida estaban
contadas… quise preguntar al hombre qué tan cierto era eso, por qué entró a mi
sueño y cuán importante era saber mi fin. Intenté desanudar mi lengua y abrir
amplia mi garganta para soltar ruidosas bocanadas, pero no fue posible ni
necesario.
El viejo de
peinado revuelto por la mugre, sintiéndose chamán guardado en el submundo donde
toda verdad se encierra, entreabrió sus labios, casi imperceptible, dejó salir
una voz directa e imperante, pero amigable, como si me conociere de la vida
toda y todas las vidas cruzaran por su vagos designios. Dijo sólo una frase,
unas cuantas palabras, las más inesperadas de todo vocabulario, sin más
sabiduría que la banal comprensión de quien las escuchara, sin más
contrasentido que el significado inexplicable que acerca soluciones.
Después miró a
otro lado, como si yo jamás hubiera pasado por aquella catedral del mercadeo;
urgí el paso y el correr de mi sangre por ese laberinto de mercancía. Las
palabras bulleron en mi mente y raciocinio hasta diluirse.
La vida siempre
nos guarda un final abierto… esa opción sin sentido que en último instante tal
vez no valga ya la pena, pero agranda la forma de entender nuestra existencia o
dejar de preocuparnos en ella.
Compré un par de
manzanas al extremo conclusivo del mercado –sorprendió al dependiente que no le
regateara– después de todo, nunca es tarde para iniciar una dieta sana y evitar
morir lento por los tedios del burocrático sedentarismo.
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