(O de por qué el Pechugas regresó al mar y el caso de la Sirena)
— Doña Chole, mi madrecita,
murió ahogada en Acapulco…
—
Ya no vengas a llorar aquí, pinche Pechugas, mejor ponte a trabajar.
Alonso Anastasio Pérez
Jiménez, “El Pechugas”, acongojado por causar la muerte de su progenitora, al
intentar cumplirle sus deseos, se volvió un ser triste. Afligido, clavado en una dipsomanía
atroz, regresó a su cuarto de vecindad, sólo a pasar lástimas. De aprendiz de mecánico decayó en
pordiosero que sólo buscaba una moneda, una caridad para alimentar su vicio, lo
único que mantenía al muchacho alejado del recuerdo de su madre
muerta.
“los sueños son objetos
brillosos, que les pueden causar la muerte, hic, los sueños son brillosos, el
mar...”
El menesteroso rondaba en
iglesias, mercados y el acostumbrado tiradero dominical de la Calle Arroyo de
la Plata, lugar donde Doña Chole, su madre, fue famosa por chambeadora y el
recuerdo de ella hacía que la gente se condoliera con el muchacho y lo
prodigaran de cuanto podían.
Uno de esos domingos paseaba
Alonso por el tiradero de fierro viejo cuando una pieza en particular llamó su
borrosa atención:
Era el ancla con la que había
enterrado a su madre en el mar de Acapulco.
La borrachera desapareció de
inmediato, ¡Era el mismo pesado fierro de 80 pesos con una marca especial que
parecían olas!
— ¿Dónde consiguió ese fierro don Uriel? –preguntó al puestero
— Me lo trajo un pariente. Se lo encontró en una
playa.
— ¿En dónde? –inquirió ahora.
— Aquí en el lago la Encantada... pos en la playa
güey, en el mar. No sé donde, pero si te gusta, cuesta 200 pesos, por ser para
ti.
Desde entonces Alonso dejó la
bebida y sólo tuvo un tenaz propósito:
“Tengo que ganar dinero, debo
conseguir esa ancla y volver a Acapulco”
El chamaco se volvió otro.
Hacía mandados, limpiaba puestos, se ofrecía a cualquier clase de trabajo para
ahorrar algunos centavos. En algunos momentos hasta se parecía a su madre que
chambeaba en todo. Y cuando logró juntar 200 pesos:
“Me robé el pedazo de fierro
viejo, al fin que era mío”
El Pechugas, ancla al hombro,
tomó rumbo a la playa, al lugar de su desgracia. Primero llegó hasta México en
ferrocarril, luego en camión de segunda hasta Chilpancingo, después de aventón
y los últimos kilómetros, como un vía crucis, se los aventó a pié. Llegando a
Acapulco espulgó en sus bolsillos y con 50 pesos rentó una barcaza y se hizo a
la mar. Ancla y muchacho trataban de recordar el rumbo que habían tomado la
otra vez, cuando dejó a su madre en el océano, pero esta ocasión el muchacho
pensaba otra cosa:
“Si el ancla llegó hasta mí,
es por algo. Tengo que buscar a mi jefa.”
En un punto del mar lejano a
la playa se detuvo y tomando fuertemente el ancla se lanzó al agua. El Pechugas
olvidó que no sabía nadar. Mientras el peso del metal lo arrastraba al fondo,
el muchacho buscaba entre la turbiedad, entre la arena, en el fondo, sin encontrar
nada. El mandadero comenzó a acordarse de la sofocación de su madre en un
restorán de pollos cuyo nombre no quería recordar y la sintió como propia. El
acto-reflejo y la asfixia pedían que soltara el ancla, pero su convicción lo
hacía sujetarla con más fuerza. Sintió la presión del agua, la falta de aire,
la contracción de sus pulmones. Buscando alrededor comenzó a soltar burbujas,
luego a tragar agua salada, después a sentir que la sangre no le circulaba
igual; en el peor de los momentos, el Pechugas avizoró un grupo de peces, notó
que se acercaban una serie de sirenas, al frente de ellas su mamá, con cola,
que más que sirena parecía un gran pez globo, pero llegaba hasta su Alonsito
para hacer algo por él.
El cruce de miradas era una
nostalgia de meses, como de un deseo encontrado, una respuesta muda. Los
pulmones del muchacho se llenaron de mar y el ardor en sus ojos le impidió ver
a su progenitora. Se acabaron las burbujas, la mirada piadosa, Alonso pataleaba
tratando de alcanzar a la sirena en que se había convertido su madre; el pesado
esturión notó el intento de su hijo y se separó de las demás sirenas para
alcanzarlo, cuando llegó a él, su piel estaba amoratada, la mirada saliendo de
sus cuencas y una lejana estela de burbujas delataba que el aire se le había
terminado. Soltó el ancla intentando abrazarla, deseando que en ese momento le
saliera cola, pero su cuerpo le recordaba que era un ser de aire,
que exigía ser llevado a su mundo. El ex mecánico se convulsionó. Como última imagen,
antes de desvanecerse, vio la mitad de una madre desesperada, pidiéndole que
nadara aguas arriba.
Un 17 de enero del año 73,
cuatro horas después de haber partido al mar, ya entrada la tarde, fue
encontrado el cuerpo de Alonso Anastasio Pérez Jiménez, hijo único de Doña
Chole, desaparecida meses atrás en el mar. El salvavidas de la playa, quien
descubrió al hombre tendido en la arena, revisó sus signos vitales, apachurró su pecho, y vio
cómo el Pechugas despertaba, tosiendo, saliendo a flote de un mal sueño. A su
lado estaba el ancla que había cargado durante 1,300 kilómetros y un recuerdo que más
bien parecía visión de moribundo.
— No es hora de meterse a nadar –dijo el guardaplaya– el mar comienza a picar y te puede jalar lejos, a
donde nadie te encontraría jamás.
El Pechugas alzó la cabeza,
olvidó la tristeza, la culpa. Todavía con molestias por el agua que tragó, se
levantó con tres deseos propios, Esculcó una vez más en su bolsillo, de donde
sacó sus últimos 20 pesos y se encaminó a cumplir el primer deseo. Tenía capital
suficiente para tres piezas de la receta secreta y un pollobollo, los cuales
disfrutaría en una terraza para observar la puesta del sol, donde vería al mar
convertirse en un objeto brilloso.
¿Cuáles eran los otros dos
deseos? Nunca supe, ni me importó. Cada quien debe tener sus propios sueños e
ir en busca de ellos.
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