Sus
ojos color de piedra se incrustaron en los míos, con expresión indefinida.
Nunca estallaba; igual maldecía o perdonaba su silencio. Y los huracanes tocaban
tierra en su mirada; con solo abatir sus pestañas dejaba reflejar palabras
merodeantes que lanzaba sobre mí como cuchillas.
Nunca pude sostenerme al grito de sus pupilas. Era capaz
de parar en seco el ímpetu de mi coraje o secar de golpe mis ganas acuáticas o
golpear mi ego en el momento requerido.
La ira de su iris dolía. El reclamo de su gesto me tenía
ciego de silencio.
Yo la maté, señor judicial; quería decirme adiós. Fueron
los celos o el alcohol o la estupidez. Fueron sus ojos. Tuve que sorprenderla
dormida en la playa, ahogarla con mi llanto y las olas. Aún me sabe salado el
momento.
Eran verde-mar, a veces gris-tragedia.
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