martes, 4 de diciembre de 2012

Perros Lejanos


(2000)

El segundo plaquette de Joseangel Rendón Delatorre incluye la novela corta (o nouvelle) “Perros Lejanos”, con un tiraje de 500 ejemplares y promoción en estados circunvecinos, similar a la de su primera publicación. Años más tarde el autor agrega a la historia un final personal "Le debía a la protagonista".




Los cuervos barrían la tarde con su pesado presagio. Planeaban buscando acomodo en la cordillera de los postes de luz que va de la mano del terregoso camino a San Macario. Dos cerros bajaban en loma perdiéndose al punto de esconder las pocas casas de adobe y lámina, presumiendo únicamente la torre de la iglesia. Docenas de tímidos álamos se hacían llamar jardín principal sólo porque algunos arriates de cemento les daban alcurnia; su único oficio era ver morir los días, morir de polvo y aburrimiento. Matar las horas entre callados morantes y repiqueo de bolas de billar que eructaba la cantina. Descuartizar los minutos en espera del mejor momento de la jornada, cuando la tarde pedía ser noche, cuando la noche pedía verla salir de la casa grande, con ese porte que sólo Basilia tenía.
Ella estaba marcada para ser hermosa, como tarde dormida, con su cabello vivaz atrayendo la envidia de casadas amargosas y solteras quedaderas, que pasaban la tarde tejiendo, con un ojo al gancho y otro a la ventana. Salía su cuerpo de fresco como altar de virgen y de suave como las pieles tersas de las estrellas de cine, que ni el polvo reseco de todo el semidesierto se atrevía a tocar.
Se volvía fiesta muda su paseíllo por el centro del jardincete. La arboleda abría paso al andar garboso; siempre antes de las ocho y siempre rumbo a la farmacia, a recoger la prescripción de Doña Úrsula -su madre- quien por sus múltiples achaques escasamente salía los domingos a misa, y diario mandaba a su hija -según la dolencia del día- con una receta distinta, que el médico de la ciudad la había dado como remedio para cada uno de sus males.
Basilia estaba marcada para el silencio, si su padrastro la miraba cruzar palabras con alguien, era razón suficiente para no dejarla salir en días. Su cara dejaba de embellecer el jardín y la arquitectura de la casa grande. Una escasa sonrisa, acaso algún saludo con sus pestañas era todo su roce social.
San Macario no era un pueblo tan chico. Tenía su orquesta (más bien era un quinteto medio destartalado que todos los domingos por las mañanas tocaba las Díez melodías que sabía) también su casicuerpo de policía, formado por tres rancheros novedosos, muy torpes e iletrados, su único trabajo era hacer los rondines: uno a las 9 de la noche, cuando todos se iban a acostar y San Macario moría definitivamente; otro a las once para tocar retirada a los amantes ocultos y maridos cornudos; el último a la una de la mañana, nada más para ver si no había ningún fuereño haciendo sus raterías. En san Macario todos sabían de qué pie cojeaba cada cual.
Estaban además 4 ó 5 negocios alrededor de la plaza, entre los que destacaba la cantina/billar/centrodeespectáculos que además daba funciones de cine en el patio trasero; daba tan caro los vinos adulterados, que muchos -como Don roque, el padrastro de Basilia- preferían ir a la farmacia de Don Babas (un local a la antigüita con anaqueles blancos, frascos de soluciones muy acomodaditos) a comprar alcohol de caña para rebajarlo con soda.
Para Edgardo -dependiente/cargador/mandadero de Don Babas/boticario- el crepúsculo era la hora del no-respiro, todo el paseo de Basilia era para contener aliento, corazón y grito desencajado. Un rojo "TE AMO", "QUIERO ROBARTE UN BESO", se contraían a nivel del estómago, haciendo un cosquilleo sangriento en su lucha por salir, por estallar en caricias sobre el mismo mostrador. Pero el simple hecho de pensar en pensarlo le hacía bajar el alma a los talones; ya un viernes -cuando iba a comprar su alcoholito- el padrastro le puso una revolcada fuera de la farmacia, cuando intentaba acompañarla. A base de patadas en las costillas tuvo que entender que no podía dirigir palabra alguna con la niña. Tenía razones suficientes para no pensar ni una sana amistad con la muchacha -sin contar cuando Don Roque lo sorprendió mirando hacia la ventana de Basilia, fuera de la casa grande, aquella vez lo hizo correr a punta de balazos al aire.
"Hay minutos que parecen aire, minutos que parecen montañas ahogándonos con su peso. Minutos que desaparecen apenas ella se acercaba al mostrador de la farmacia, que no podían extenderse ni tan solo al pronunciar de dos palabras. Hay también minutos que duran horas, como esta espera y todas las esperas de todos los días que sólo pensé en decirle, en exhalarle un "TE AMO". Minutos que se incrustaron uno a uno en mi pensamiento buscando alguna solución. Cuando por fin se reunieron suficientes dando vueltas suficientes en mi cerebro, fue cuando di de golpe con la solución absoluta. En la receta doblada introduje una pequeña nota en un papel tan delgado que no sé hacia notorio:
TE AMO. NO PODRE VIVIR SIN TI.
Fue todo lo que se me ocurrió, fue todo lo que cupo en ese estrecho mensaje. No durmió mi corazón en ese fatigante día en que, como ahora, los minutos se alargaron tanto que pudo haber cabido toda una vida en ellos ¿y si no leyó la nota? ¿Si no se dio cuenta? ¿O si la descubrió Don Roque? ¿Y que le diré mañana? Tantas preguntas cupieron en tantos minutos de espera que no hubieran sido suficientes todas las palabras del mundo para responder mis dudas. Las dudas que se hicieron tan grandes como los minutos y los silencios. Silencio tan largo y tan hondo como el de esta espera cómplice de la noche y del pirul que me esconde paso a paso hasta cumplir el plazo que pensé desde la primera vez que respondió a mi declaración volcada en un pedazo de papel con una nota igual de pequeña, escondida en la receta contra la migraña y con una pregunta que agrandaba todas las preguntas que durante 24 horas me hice:
¿Cómo puedes amar algo que no conoces?"
Se disipaba una duda para Edgardo. Basilia contestó su nota. Sin embargo aparecían nuevas dudas, tantas como pudieran caber en la mente del boticario. El papelito abrió un enlace de comunicación, intercambio de palabras que Basilia ansiaba tanto como el muchacho, para salir de ese silencio en el que estaba encarcelada a causa de Don Roque, esa sombra panzona que bajo amenazas la reprimía y le hacía tragarse todo el afecto que su alma buena irradiaba, el amor que todo joven sueña en algún momento. Basilia encontró en esa nota una válvula de escape a la prisión que su padrastro construyó y que su madre, por preocuparse más por su salud, no advertía.
El silencio es el trono de la duda. Edgardo en espera nocturna no vislumbraba otra opción que la imposibilidad, la marea difusa de alternativas. El sordo eco de perros lejanos era la única respuesta a su expectación, cuyo solitario cómplice era un pirul.
El cuerpo policiaco daba la última ronda.
"La conozco. La conozco mejor que nadie" Pensaba cada crepúsculo en espera de los paseos de Basilia. Nadie como yo ha llegado tan lejos ni estado tan cerca de ella".
Basilia estaba marcada para el deseo. Cada paso entre la arbolada del jardín era un elemento más del inventario que hacía el boticario de la mujer más hermosa del pueblo.
"El tobillo es una sombra que intenta encaramarse por el barandal de la ventana de la sala hasta el balcón numero siete, de los nueve balcones rústicos con marco de cantera que forman la planta alta de la casa grande, de izquierda a derecha, la ventana número 7 corresponde al cuarto de Basilia, Ahí deja ver su silueta cuando cepilla su cabello y se pone el camisón, Su pantorrilla en movimientos exactos sostiene la monumental belleza",
     ¿Crees que sin conocer el aire no necesito respirarlo?
     "Su rodilla, tan limpia y tan tersa, asoma a cada paso para dar un toque sensual a su caminar"
     En el aire viajan los pájaros, caen las nubes y vuelan los sueños ¿qué tiene que ver eso con respirar?
"Dentro de su vestido esconde unos muslos tan delicados", ahí viajé algunas veces en mis sueños diurnos, detrás del mostrador",
No necesito el aire para transportar mis sueños a través de la lluvia. No necesito ser ave para llegar al balcón y tocar en tu ventana, conocer tu perfume. No necesito respirar otra cosa que tu nombre.
"Su cintura se adivina como en un viaje a ciegas entre el polvo, encontrar una suave y segura piel donde aterrizar. Tomarla en mis manos, llevarla alto, muy alto".
Los poetas necesitan la realidad para exaltarla, el hombre necesita la tierra, la lluvia, un ave necesita otra ave para dedicarle su canto.
     "Su boca, sin decir nada, me da la voz de su silencio, la esperanza del roce; la puerta del exilio al final del huracán".
Yo te inventaré una nueva realidad, te llevaré volando en busca de otra tierra, nuestra tierra, dedicaré mi canto solo a ti.
"Sus ojos me intentaban decir algo. Querían volar conmigo, dejar el silencio obligado. Por primera vez tuve la idea de rehacernos el uno al otro en nuevas vidas. Abandonar este pueblo y su gente y su silencio; dejar a Don Roque con un palmo de narices, sin tener a quien arruinar su vida"
La voz se volvió papel, los labios se hicieron tinta. En la tirilla del registro de compra iban escondidos mensajes tan intensos que fueron capaces de calcinar murallas. Los muchachos encontraron en el sinfín de pequeñas misivas un camino para desahogar sus sentimientos.
En el pirul detrás de la Iglesia grabé con mi cuchillo un corazón que dice: B y E. Ahí te espero el viernes, después de la una de la mañana, para irnos caminando a buscar nuestra nueva vida. Al llegar a la ciudad nos casaremos en la iglesia de Santo Domingo y jalaremos para México. Allá buscaré un trabajo. Lleva pocas cosas para ir ligeros. Te amaré siempre.
En esta última carta Edgardo trazaba un plan maestro para escaparse con Basilia. En la prescripción de Doña Ursula adicionó un somnífero tan potente como para no despertar en muchas horas. Y para el alcohol que cada viernes compraba Don Roque... ¿somnífero o cianuro?
El viejo jijo de la tiznada no merecía menos; más de una vez el boticario menor había sentido ganas de despachárselo; mientras tragaba polvo de las botas del viejo o corría del fuego que lanzaba su pistola o tenía que escuchar sus amenazas. Edgardo tomaba su cuchillo de cachas blancas con gran fuerza mientras decidía el agregado para el alcohol. Con el mismo cuchillo abrió cuidadosamente la caja registradora y sacó 500 pesos. Suficientes para llegar a México. Todo estaba listo, solo faltaba esperar.
(Como todos los viernes) llegó el padrastro a la botica a comprar su litro de alcohol de caña. Lo pidió de mala manera, arrojó los pesos al mostrador. Edgardo abría los paquetes que llegan de los proveedores, con su cuchillo en mano. Antes de llevarse el alcohol le dijo dos cositas:
"Mira pendejo, la Basilia no se hizo para los jodidos como tú. Ya vi los ojotes que le echas, si te veo intentando algo con ella te mato ¿oíste bien? Ésa niña no será para nadie ¿entiendes?... Mas te vale que te largues del pueblo".
Edgardo empuñó el cuchillo con ganas de meterlo en las costillas del viejo y rajarle su cochina existencia. Pero en eso entró el Comisario Ejidal a la botica; el chico lo dejo ir, apretando los dientes, tragándose el coraje.
-Véndeme unas saldeuvas- dijo el líder mientras Don Roque se retiraba.
-Te trae de encargo el padrastro de Basilia ¿verdad? ­cuestionó mientras el muchacho le entregaba su pedido. A Edgardo aún no se le bajaba el coraje. No pudo contestar.
     -Ten cuidado, el viejo es muy ladino.
     -Ya se le va a acabar el gusto- Dijeron muy bajito los dientes del muchacho.
"Una y quince de la mañana; Noche muerta de pueblo muerto. La ronda se ha ido. Solo hay perros lejanos. Es la hora. Doña Ursula ya cayó, pero el viejo anda haciendo ruido por la sala. Ya lo tengo tanteado; siempre se empeda a solas los viernes por la noche. Cuando se siente mareado sube a dormirse. Ya se está tardando. Quizá no puse suficientes polvos en su bebida. ¿Y si ella no sale? Lo escrito en tantas cartas no puede ser mentira. Ella me ama tanto como yo. Sólo unos minutos nos separan".
El cuchillo salía de su funda, remarcaba las letras y el corazón en el pirulo Diez minutos. El cuchillo regresaba a su funda, volvía a salir para cruzar el aire y clavarse en pleno centro del símbolo amoroso. Veinte minutos. El padrastro no apagaba la luz de la sala. "Maldito viejo". Treinta y cinco minutos. La desesperación y la duda jugaban malabares en el filo.
El cuchillo iba y venía. En la funda. Sin la funda. En el aire, en el árbol. Cincuenta minutos. Por fin la sala se apagó, con la luz del patio pudo verse una sombra tambaleante que intentaba subir a las recámaras. Cincuenta y tantos minutos. Es tardísimo. Ella debe estar lista. El chico se acerca al balcón para agilizar la huida, sale de entre la iglesia y la cantina. Cruza como espanto por el jardín principal, haciendo un alto estratégico en cada árbol. Se acomoda bajo el balcón número siete. Su luz se encendió hace un momento. "No quedamos en eso" piensa el farmacéutico. Con miedo, prisa y ganas de terminar el rapto se encaramó por los fierros que protegen la ventana de la sala, para tratar de subir al balcón de Basilia. Alcanzó a escuchar un grito enmudecido. A solo dos peldaños de poder escalar se dificultó la subida. Debió colgarse de la cantera baja de la ventana para poder asomar escasamente los ojos en la puerta entreabierta del balcón.
Pudo verla en la cama.
También al padrastro. Copulando sobre su inocencia. Así. Semivestida. Con parte del vestido rasgado. El vaivén de la asquerosa corpulencia sobre la aquietada fragilidad de la mujer silencio. Los toscos brazos del viejo deteniendo las manos de ella. La cara babeante de alcohol barato exhalaba un vaho hediondo sobre los ojos de Basilia. Ojos silenciosos que permanecían cerrados a toda fuerza mientras Don Roque ondulaba en su cuerpo y lamía las mejillas y su cuello y su pecho, sin soltar sus brazos.
Sentimientos encontrados causaron en Edgardo una implosión de vísceras; formaron un cosquilleo que bajó por el rubor y la garganta y la tráquea, haciendo un nudo tan grande que le impidió respirar. Nació una úlcera en su estómago que se tragó toda posible reacción instantánea. Siguió bajando el sopor, quemó las venas, contrajo el escroto y las piernas fueron incapaces de soportarlo, el boticario se desplomó sin desplomarse, comprimiendo toda la ira en una sola lágrima, tan pequeña y tan densa, que en su caída sobre la banqueta hizo un hoyo en el adoquín.
Mientras el viejo terminaba su acto dejando maltrecha a Basilia. Se recostaba en un extremo de la cama y dormía casi instantáneamente. Edgardo quiso estallar, pero en su intento por subir más, resbaló de la cantera y cayó por la reja como el óxido del poeta, lento, sigiloso... eterno. Fue a parar justo sobre su lágrima. En la semi-inconsciencia se levantó corriendo. Los álamos de la plaza abrieron paso a su furia, sólo se detuvo hasta llegar al punto de la cita, detrás de la iglesia. Pateaba y golpeaba al pirul; a puño abierto, a puño cerrado. Con el cuchillo arrancó de un tajo la corteza donde estaban las iniciales y lo clavó con tanta fuerza que el árbol jamás reverdecería. Con sangre de sus nudillos grabó el coraje de su tragedia. Faltó poco para derribar el pirul.

Regresó el silencio. Se escucharon nuevamente sólo perros lejanos. El cuchillo volvió a su funda. Edgardo parado, mirando más allá del negro sin fin. Edgardo sentado en una piedra, mirando sus 500 pesos dentro de la pequeña maleta que esperaba junto al árbol muerto.
Edgardo dando pasos sin rumbo, orbitando al punto de cita; mirando el piso, tocando las cachas blancas de su cuchillo. Atisbando de reojo la salida de San Macario, con los cables de luz llenos de cuervos dormidos.
-Ya estoy lista. Podemos irnos.­
Basilia estaba marcada para la desgracia. En sus palabras las primeras que balbuceaba al boticario- se mezclaba el llanto de la desdicha, el asco hacia el hombre que la hizo suya a la fuerza, el desencanto de la primera noche de su nueva vida arruinada, la esperanza de salir de ahí cuanto antes y tratar de olvidar lo sucedido. Lágrimas ocultas engravecieron su garganta y le impidieron decir más. La duda ante la reacción de Edgardo y el riesgo de perder la fuga hicieron -una vez más- el silencio.
El joven por su parte empuñaba el arma blanca con tal enojo que parecía buscar las entrañas de Basilia. Sin desenfundar, sin saber como responder. Los ojos de la chica detuvieron su furor. El mar de dudas de la pareja no tenía lugar de escape, la obstruía un mutismo seco. Únicamente los ojos expresaban amargura individual. Ella había cambiado su vestido rasgado por uno rojo que dibujaba su figura hasta la cadera y se ampliaba en holanes blancos hasta la rodilla. A pesar de la oscuridad lucía esplendorosa. Edgardo la miró largos segundos sin pensar, mas bien sin saber que pensar. Su cuerpo seguía hermoso, sin embargo aún conservaba agrestes huellas imposibles de olvidar.
Basilia estaba marcada para el deseo. Edgardo sin decir palabra la tomó de las caderas y comenzó a subir su vestido. Ella trató de detenerlo, pero el impulso los hizo caer a tierra. El intentó despojarla de sus ropas mientras dibujaba nuevas caricias que únicamente hacían más profundo el dolor de la chica por los quemantes manoseos del padrastro.
-Espera- Inquirió suplicante, casi muda. -No, por... favor no...­-
El detuvo su acecho pero no su ardor. Lanzó una mirada imperante sobre los ojos húmedos de la asustada chica, quien alcanzó a gemir:
-Prometiste que primero nos casaríamos en la iglesia de la ciudad.-
Tan rápido como acechó, tomó a la mujer, y con la fuerza de su cólera la puso de rodillas dando la cara a la torre de la iglesia. Luego se hincó a su lado y masculló en voz tenue:
-Yo Edgardo Casillas acepto como esposa a ésta mujer, ante la ley de Dios... dilo tú­.-
Ella dudó nuevamente. Trató de traducir la mirada del muchacho, sin lograrlo. Él insistió.
-Qué... ¿No estamos ante Dios? ¿No te basta eso?.. Anda... dilo.
-Yo Basilia Morones, acepto a Edgardo Casillas como esposo, para amarlo y respetarlo, en la salud y la enfermedad, en lo próspero y lo adverso... hasta que la muerte nos separe­.-
Con un timbre decidido, la muchacha selló el sacramento improvisado, demostrando al boticario la firmeza de sus sentimientos. Justo terminaba su frase cuando el novio la tiró al piso otra vez, decidido a tomar su cuerpo o a desquitar su coraje por la escena de la ventana o derramar su impotencia. Hacer lo que no pudo realizar en la cornisa del balcón. Tomarla fue lo único que pensó, si es que en algo se podía pensar en esos momentos, ya que su cabeza hervía, más que sus manos, más que sus ojos que amarilleaban de ira.
-¿No vas a besarme, Edgardo? Es costumbre besar a la novia y persignarse para cerrar la ceremonia.­
Sus palabras cortadas más bien pedían un trato menos brusco. Distaba mucho la manera en que Edgardo vació su corazón en aquellas tirillas de papel, a la fuerza que imprimía en las caricias, rompiendo todo lo que impedía poseerla. Ese no era el amor que desangran las letras; era un pene rabioso, en busca de venganza, de una hendidura por la cual drenar todos los vacíos internos. Era el amor de perro que se revolcaba en el polvo de la noche. El pueblo se sacudió por el temblor que hacía la furia del muchacho.
-No... seas... brusco... por favor- Rogaba una vocecilla miedosa de la mujer que a pesar del dolor, no perdía su belleza. Las estrellas compadecieron su doble malafortuna; guardaron un minuto de oscuridad.
Tres de la mañana. El cerebro de Edgardo aún no se entibiaba. Basilia semidesnuda se acercó a su hombre en busca de refugio a su pena, se recargó en su hombro. El joven sin prestar atención abrazó suavemente a la muchacha; regresó de su trance cuando descubrió rasguños frescos en su espalda.
-¿quién te hizo esto?­
Ella no quiso hablar de eso. No quería hablar de nada. Demasiado dolor para una sola noche. Se arrinconó en el pecho de Edgardo, en el silencio. Durmió. Trató de refugiarse en su infancia, cuando podía hablar a sus anchas, en alegre grito, cuando tenía quien comprendiera su voz.           
Basilia tuvo seis años, como todos, pero no como todos. Por la tarde llegaba su padre de la labor; Hombre recio, un gigante con sonrisa del tamaño del mundo. La alzaba en sus brazos, le hacia dar vueltas en el aire y pasaba sus manos callosas por las mejillas de su princesita, la sentaba en sus piernas y así pasaban las horas. Ella le contaba todas las travesuras que había inventado en el día.
-Le corté los bigotes al gato, lo quise peinar pero no se dejaba-
El escuchaba con un brillo orgulloso en los ojos, le contaba historias fantásticas sobre unicornios, animalitos del campo, príncipes que rescatan princesas hermosas y cómo iba la cosecha. Acariciaba su cabello hasta que la pequeña Basilia dormía en sus brazos.
Una tarde no regresó. Basilia se durmió esperándolo. Su madre -achacosa desde entonces- nunca quiso decirle que su gigante había muerto al atorarse en la rastra de su tractor. La niña tuvo que acostumbrarse a la no-respuesta y poco a poco se hizo parte del silencio. En su vida fue común el irse a dormir sin esperar a nadie y tragarse las palabras, contenerlas para sí misma, al no tener quien las escuchara.
Seis de la mañana. Edgardo despierta a la niña del sueño, la apura a levantarse de su cama de tierra.
-Tenemos que irnos. Caminaremos diez kilómetros y es mejor hacerlo antes de que salga el sol de lleno, ¿Qué traes en esa bolsa?
-Mil quinientos pesos que tomé del guardado de mamá. Dos cambios de ropa y todas las frases bellas, tus promesas, el mundo mágico que dibujaste a puño y letra. Son todas las cartas que filtrabas en las recetas y después leía en la oscuridad de mi cuarto, soñaba y respondía. Es la prueba de tu amor y la búsqueda del mundo que nos espera.
-Será mejor irnos- dijo Edgardo, evadiendo el comentario.
-Es verdad- se preocupó ella -nos descubrirán.
-No te alarmes. Nadie nos seguirá-
Mirando el pirul donde descansó, Basilia preguntó:
-¿dónde está el corazón con nuestras iniciales?
-Alguien debe haberlo borrado.
-Márcalo otra vez con tu cuchillo de cachas blancas. Tenía ganas de verlo.
-No lo traje. Mejor vámonos.-
El escape del pueblo estuvo rodeado de vacío y duda. Preguntas y preguntas se revolvían en la mente de Edgardo sin poder salir. Todo el transcurso en tren hormiguearon sus piernas y espalda y manos y se instalaron en el ceño, transformando su cara en una gelatina con sabor a miedo y furia y duda, duda extrema. Maldita duda que se volvía a retorcer y bajaba al estómago y hormigueaba, hormigueaba.
Basilia estaba marcada para el sufrimiento. En su interior también revoloteaba una sensación que no alcanzaba a salir, ni siquiera a definirse; se negaba a convertirse en palabras por miedo al rechazo del boticario. Se hacía una maraña de pequeñas voces en la garganta que únicamente le hacían más difícil respirar. Se recargaba en su hombre y trataba de dormir; olvidarse de todo, soñar en la nueva vida.
Lo que se había escrito en los ínfimos mensajes de las tirillas distaba mucho de lo que la pareja vivía. Si Edgardo no hubiera subido al balcón... si Basilia hubiera escapado antes... si el viejo se hubiera embrutecido más pronto... si el cianuro...
La llegada a México se dio al fin en la tarde, ya cuando el bullicio de la gran ciudad se empezaba a retirar. La pareja del silencio se perdió en el silencio de la noche, en un pequeño hotel cerca de la estación.
Tan pronto como instalaron sus escasas pertenencias, Edgardo intentó repetir el acto del pirul. Lanzó a Basilia sobre el catre y montó sobre su belleza, con el ímpetu de un semental y el morbo de un asesino. Ella, si bien no podía impedir toda la fuerza del farmacéutico, trataba con la mirada de frenar su brusquedad. Edgardo no la veía, no era capaz de enfrentar esa carita tan bella, tan inocente. Sólo agitaba su cuerpo al ritmo del rechinar del óxido. Latigueaban sus huesos sobre la frágil niña, hasta el fondo del dolor, hasta el cansancio somnífero.
Así pasó un mes entero. Basilia en el hotelucho, sin asomarse ni al pasillo. El salía muy temprano en busca de trabajo. Primero en farmacias, luego en tiendas, luego donde fuera. Regresaba derrotado a brincar sobre su medio de desahogo y dormir. Sin palabras. Basilia no soportó más posesión unilateral, más miradas huidizas, más silencio. En la desnudez de la noche saltó un reclamo:
-Tienes que amarme bien... fue una promesa. Me haces sentir muy poca cosa cuando solo buscas tenerme, lamer toda mi piel, apretarme con furia. Esto no es amor, tus labios no son besos, son pirañas, tus manos son tenazas y no caricias. Discúlpame que te lo diga, Edgardo, pero lo prometiste. Lo tengo aquí, escrito en tus pequeñas notas.-
Bañada en llanto sacó un puño de tirillas de compra, las puso sobre el buró. Luego se recostó de espalda al muchacho y apagó la luz.
Basilia esta marcada para el amor cobarde. Al siguiente día despertó sola. En el buró, solamente estaba el primero de los papelillos:
"te amo, no podré vivir sin ti".
La mujer no tuvo más remedio que volver a su pueblo, en busca de su madre. La vuelta fue tan triste como la fuga. Más. Basilia en el tren. Basilia con hambre, sin dinero. Basilia con lágrimas secas. Basilia caminando por la cordillera de cables donde los cuervos ya habían encontrado acomodo. La mujer silencio, más silenciosa que nunca, entró al pueblo por detrás de la iglesia cuando las campanas daban las nueve. Cruzó la plaza como en los paseíllos. Algunos Sanmacarienses la miraban acercarse a la casa grande. Los tres policías se apostaron al paso.
-Queremos que nos acompañes Basilia, sin poner resistencia.- dijo el más listo.
-¿Qué pasó... por qué?
-Tienes que responder por la muerte de don Roque.
-jNo puede ser!- Respondió impactada. Quiero ver a mi mamá...
-Tu madre también murió. Ya ves que era enfermiza... no soportó la impresión. En cierto modo que bueno, no hubiera aguantado ver a su hija única en la cárcel.-
Mientras continuaban los comentarios intrigosos, dos de los tres policías llevaban del brazo a la niña rumbo a las celdas preventivas del comisariado ejidal, y seguían contando:
-Que callado te lo tenías; al ruco durmiendo en tu propia cama. ¿No te parecieron muchas las catorce puñaladas con un cuchillo de cachas blancas?-
Estallaron las ideas en la mente de Basilia. Palabras comprimidas, pulverizadas, se fueron diluyendo causándole un mareo que le impidió seguir; pero los cuicos la llevaban flotando. Aturdida. Incomunicada hasta de su propio silencio.
-Ya te habías pelado, no sé pa'qué regresaste. Hasta se ordenó una búsqueda en los pueblos vecinos, el comisario pidió una investigación "exuastiva" con "autoxia" y toda la cosa. Se llevaron las cobijas para "analises" de sangre que todavía no entregan. Ya hasta se estaba olvidando la gente del asunto. No hubieras regresado... ya te jodiste todita.-
En ese momento ya todo el pueblo miraba como la llevaban al salón-ejidal/oficina/mazmorra. Nada más entró la corte de arresto y se retiraron a dormir, a ratificar la siempre bien ganada fama de San Macario-pueblo-muerto.
Basilia seguía con una serie de silencios occisos anudando su voz, un mareo de tristeza que nublaba su vista y un efluvio caliente en el cuerpo que contraía sus músculos. Le impedía moverse al punto de ser llevada en peso. Basilia olvidó su rostro, confundió su pasado con el presente, imaginando lo que Edgardo hizo mientras ella dormía en el pirul de la Iglesia. Encontró sentido al silencio del boticario y comprendió la razón por la que jamás volvería a verlo. Luego borró de su memoria todo vocabulario, toda memoria.
Los tres pseudo-oficiales la acompañaron hasta el interior de su celda. No miraban el bulto de ideas muertas, únicamente su belleza irrompible.
-¿Desde cuándo llevabas relación con el viejo?- Preguntó el intrigoso.- ¿Cómo eras capaz de engañar a tu madre? Si necesitabas quién te hiciera el favor aquí habemos muchos.
Basilia no escuchaba, no entendía.
-Tan bonita y con ese ruco -dijo el más tarado- te hubieras buscado uno mas joven, si estabas tan ganosa.
-Nosotros te podemos dar lo que buscas -dijo alguien- Te vamos a dar 3 raciones de lo que te gusta.
-Espérate -dijo el listo-
-¿qué te preocupa? El comisario no está. Nadie se dará cuenta.-
Ella no escuchó las carcajadas ni vio los ojos de los cuicos quemarse. Basilia estaba marcada para el deseo y vino a darse cuenta de sus intenciones hasta que el intrigoso rasgó su vestido rojo de holanes blancos.
-jMira nadamás!- Tres miradas se untaron a su piel, la siguieron hasta el rincón de la celda, donde se tapó y acurrucó, mirando a ninguna parte, con los nervios totalmente contraídos. Los tipos unieron sus fuerzas y tomaron a la chica en el aire, la colocaron fuera de la mazmorra, sobre un escritorio; rápidamente la dejaron desnuda, sosteniéndola de brazos y piernas para impedir su movilidad.
Basilia lloraba el recuerdo que no recordaba, dando vueltas y vueltas sobre su masa encefálica. Se cansó de su lucha callada y destensó su cuerpo.
Y en San Macario se volvió a escuchar el sonido de perros lejanos.

Basilia (final personal inédito)



Los cuervos dejaron la noche y la quietud de San Macario con el atronador ladrido de los perros lejanos. Saltaron de los cables de luz y abandonaron para siempre el lugar. Todas las palabras de todos los idiomas escaparon de la garganta de Basilia en un grito que hizo a los sanmacarienses saltar de sus camas, a observar la nube de pájaros, a escuchar el aviso de maldad que hacían los perros lejanos.

Mientras en la comisaría, los 3 policías Intentaban saciar su hombría; el más alevoso bajaba sus pantalones en tanto los otros dos sujetaban a la mujer/difusa. A su grito siguió una carcajada del abusivo y un par de cachetadas a la joven desnuda que se resistía a su suerte, que en su repentina reacción había decidido no ocultarse en el silencio nunca más. Basilla/fuerte pataleaba, Basilia/fiera rasguñaba, Basllia/valiente gritaba más allá de su fuerza pulmonar. Se cimbró con su coraje el escritorio donde la sujetaban y el piso y el salón-ejidal/mazmorra y los álamos del jardín y todo San Macario despertaba, se despabilaba de un silencio de siglos.
Una estruendosa bala-épica voló cruzando la excitada atmósfera interior del calabozo y lanzó una imperante amenaza a través del techo de lámina. Ricardo Félix, el comisario, apuntaba desde la puerta de entrada a los tres fornicadores.
-¡suéltenla pendejos!... si le hacen daño los mato...­
La niña-miedo recuperó los jirones de su vestido y el aliento y su silencio. Buscó refugio en una silla rinconera y se aisló. El comisario ejidal, encendido en coraje, desarmó a sus ex ayudantes y a patadas los obligó a entrar en la celda. Ofreció a la mujer su gabardina para tapar la desnudez que asomaba de su vestido roto.
-Basilia, ¿Ya te dijeron estos idiotas lo que pasó?.. Lamento mucho lo de tu madre, pero debo decirte que de la investigación solicitada se desprenden hechos Interesantes. Fueron encontrados restos de sangre tuya en la colcha y en las uñas de Don Roque; Hubo indicios de que te tomó a la fuerza... respecto al cuchillo con el que fue asesinado... ambos sabemos de quien es, tenemos huellas digitales. Estás libre de toda culpa. ¿Dónde está Edgardo?
Basilla escuchó sin escuchar. Tenía la mirada en ningún lado, la sangre en ningún lado. Una lucha interna de palabras se daba en su mente, desde los primeros balbuceos pronunciados hasta los últimos mensajes escritos se revolvían, se ordenaban, buscaban el sitio adecuado en la memoria, fuera de todo odio, de toda imagen que en otra ocasión le causara desconsuelo. El esfuerzo provocó una pequeña lágrima de color del perdón.
-Podemos hacer dos cosas- dijo el comisario -boletinar la filiación del muchacho en los estados vecinos... o podemos alegar defensa propia en base a las pruebas encontradas. De cualquier modo estás libre.-

Ay Edgardo, si supieras lo que perdiste por guardar silencio... la casa grande y el jardín principal se invadieron de flores y de aves de color muy distinto al de los cuervos. Basilia pasea todo el día su belleza irrompible, siempre al cuidado de jardín y de quien lo necesita. Administra muy bien las tierras que heredó. Cuánto color y cuánta vida ha regalado al pueblo. Si vieras. Todos los domingos, cuando la banda de música (que hasta se sabe más canciones) termina la ejecución de sus melodías, los niños se juntan alrededor de ella para que les relate un cuento. Habrías de ver que bellas salen las palabras de su boca, cuántas caritas iluminan. En San Macario todos los niños son felices, sobre todo el pequeño Basilio... ¿Sabes?... se parece mucho a ti.