El hombre
camina por la calle en un atardecer lánguido, con probabilidades de noche sin
estrellas. A su brazo lleva una bolsa de papel revolución con el encargo del
día: una concha para Juan, ojo de pancha para Malena, un cortado con cubierta de chocolate para
la pequeña Mariel (¿acaso porque es la consentida?), un cuerno para su mujer, Alicia, y para él sólo un bolillo, no es que no se ajuste para
más, si no que mientras escogía el pan, hacía cuentas mentales: “El Camión de
mañana para Juan, Malena y para mí, Mariel necesita un lápiz y… creo que otra
vez mañana regresaré a pié del trabajo”.
Así
es, no se ajusta para más.
El
aire detiene la memoria, suena a tarde solitaria en hora cero, con premoniciones
de alegres arrebatos al llegar a casa. “¿Me trajiste mi pastel?” preguntará
Mariel antes de saludarlo con un beso…
la familia se reunirá sin más, harán guardar silencio a la vieja TV y en
cálida plática dirán cómo les fue, cada uno a su tiempo, cada cual con su
historia, cada quien con su pan. Bienvenido el único momento de alegría de la
jornada.
El
hombre camina y piensa. Se abstrae. “Debo conseguir otro trabajo en la tarde-noche,
o el fin de semana hacer algo, para que alcance”. No es por el bolillo, ni por
los domingos, que, cuando bien le va, se compra una cerveza -sólo una- para ver
el futbol. Es por ellos. Al crecer, crecen los gastos. Al avanzar el tiempo, el
dinero rinde menos.
El
hombre avanza retraído por las calles de siempre. En su pensar no advierte la
presencia de cuatro malandros sentados en la banqueta, guardando en una bolsa
algunos paquetes de coca y cientos de pastillas. Al verlo intercambian ojeadas
y se paran apostándose a su paso. El hombre, alza los ojos y detiene el andar.
Mira a cada uno sin desviar la mirada, sin cambiar el gesto. Y piensa… o más
bien deja de pensar. Cien imágenes de incertidumbre cruzan su mente. “Creo que
otra vez mañana regresaré a pié del trabajo” recapitula.
—
Qué onda, brother, coopera pa´la banda, ¿no? –le aborda un chamaco de apenas
unos 17, de barba escasa y facha de rapero venido a menos. Otros dos se apostan
a cada lado del hombre. El líder, lo mira de arriba a abajo… fija su atención
en la bolsa de papel revolución y después cruza mirada con la víctima. Y dice:
—
Este prángana no trae nada, más que su bolsa de pan.
El
malandro mayor saca una navaja de su bolsa, al accionar el resorte, la punta
coloca su filo al ras de la bolsa…
¿Por
qué no nos repartimos el pan, bro…?
El
hombre no quita la vista del líder. Recapitula y piensa sin pensar. Enumera,
hace cuentas. Al filo de sus ojos ve a dos chavos apostados junto a él. Aparta
sin percibirlo, lento e invisible, la bolsa de ese metal frío. Espera unos
segundos y repiensa la respuesta…
—
Les puedo dar el bolillo… lo demás es de mis hijos.
El
silencio regresa por instantes muy densos. La navaja se acerca, la bolsa se
separa, lenta e imperceptible. Las miradas se cruzan, sin palabras, sin nada.
Cien imágenes retro giran como flashes en las mentes de los pandilleros.
El
diecisieteañero barba-escasa corta el momento. Revira las miradas del líder y
del hombre, mientras toma la mano de su amigo, le quita el arma blanca y guarda
el filo en su cacha, la navaja en el bolsillo. Coloca las manos en los hombros
de ellos y termina el letargo:
—
Déjalo mano –le increpa al compañero mientras recupera el mirar del portador de
la bolsa.
— Llégale y pórtate bien –le dice.
Ellos
le abren paso. El hombre camina lento, sin ofrecer respuesta. Tan sólo un
“buenas noches” murmurado entre dientes. Se retira por la calle como se va la
tarde, silencioso y sombrío. Nadie se dice nada. Los cuatro sedentarios se
sientan en la banqueta y se convierten en colores de la noche, esperando a los
“clientes”.
El
hombre llega a casa. Mariel le sonreirá mientras la apronta un beso, apagarán
la Tele y platicarán de cosas que hicieron en el día: de la escuela, de amigos,
de tareas cumplidas, del futuro. Tal vez de héroes, pero no de malandros.
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