martes, 23 de mayo de 2017

Adelight


Ámbar-media-luz y roca sempiterna pulida al tiempo, de un tono robado por las horas noctívagas. Edificios añejos, paralelos al adoquín en pendiente-quebrada, presumen figurines salientes en cada fachada; polimorfos e inciertos, mudos y expectantes; brotan historias del interior de viviendas vacías, bufantes cual reclamo de aire prófugo. A la vista, desde casi cualquier punto, tres figuras ecuestres al bronce, de héroes revolucionarios, en la cima de un cerro vigilan la cañada de cantera, adoquín y entresijos callejeros. Filas de autos a vuelta de rueda anuncian por las calles que la noche es de tórridos parejeos.
Guillermo va de prisa, cruza la calle entre los carros, mira la hora en la pantalla de su teléfono celular, se apresura, cuidando no ensuciar, al roce con los autos aparcados, su costoso pantalón de mezclilla y saco Armani olorizado por Ralph Lauren. Pasa por entre rieles salientes que delimitan la zona peatonal. Entra a un portal de soberbias arcadas rosa pétreo; trota por el gran pasillo, mirando de refile el aparador de una galería de viejo, con grandes cañones oxidados, escopetas antiguas con marcas de muerte en las cachas, maniquíes temporizados al antiguo uso hacendario, con vastas carrilleras al cruce del cuerpo; peripuestos de papelinas tricolores que forman la palabra: REVOLUCIÓN; la luz ambarina y el mismo entorno citadino le dan esa raigambre de época insurrecta. Guillermo no detiene el andar, antes lo acelera, viendo nuevamente la pantalla del teléfono portátil.
Un “gringo” delatado por el idioma, la piel blancuzca y cabello bermejo, impide el recorrido del apresurado caminante; platica a trompicones lingüísticos con dos mozas casaderas, de vaporoso atuendo, faldas cortas y risas largas. El hombre les rodea a velocidad de ráfaga, sin notar que ellas tratan de alcanzarlo con la mirada. Sale del gran Portal a una extensa escalinata, donde un harapiento de ojos vivarachos le vende claveles enramados. Casi sin detenerse, los coge y paga a un tiempo, reforzando su marcha. Guillermo entre la gente, sobre largos escalones de roca cincelada al canto, Memo con la distancia larga y el tiempo acortado. Canteras cabrioladas resaltan abolengo de centurias, fachadas que se abren al respiro de una plaza de eternos baldosines, delante a un sacro edificio convertido en museo, con partes de su derruida fachada amontonadas al azar. El hombre al fin concluye su tortuosa jornada y llega al punto de cita: El Café Dalí, confinado en una vieja finca, con mobiliario posmoderno y decoración abstracta.
Las ocho en punto.
Memo atraviesa por el zaguán-pasillo-barra. Un mesero le indica la ruta y le asigna un lugar lejos del balconaje a la calle principal sobre el portal rosáceo. Guillermo pone a la mesa el ramo de flores, celular, una cajetilla de cigarros y relaja su pose mientras se quita el saco. El joven que lo atiende le da una carterita de fósforos promocionales y pregunta:
— ¿Le dejo la carta?
— No, gracias, espero a una persona.
Guillermo observa un reloj colgado al muro, junto al cromo del artista de bigote fino y mirada-sorpresa –que gracias al Fotoshop porta sombrero ranchero y carrilleras al pecho– marca las 8:05, toma el celular para sincronizar los tiempos y mira el protector de pantalla, es ella, la mujer a la que espera, en imagen sonriente-adorable. Memo hace un esfuerzo mental por marcar, pero se detiene.

Adelita se asoma, saliendo de la oscuridad cómplice en una puerta antigua. Voltea hacia ambos lados para confirmarse sola. Mujer, cabeza enrebozada que cubre sus facciones, tambalea sus pisadas por el rústico empedrado de calles desiertas, sin luz ni ruido.
La noche pacciona con rebeldías germinadas al hartazgo de la infamia. La mujer camina presta, con las manos al pecho y el corazón en fuga. Sus ojos grandes, de iris oscuro y blancor brillante que resalta el azoro, miran al horizonte perdidizo y al milisegundo reviran a la retaguardia.
El percutir de cascos golpeando el empedrado, hace que Adela apriete el paso y deje de mirar atrás. Más cercano el trote del corcel, más rápido el paso de la mujer. Ella siente el respiro del rocín humedecer su espalda. La luna separa a las nubes para observar esa persecución desigual. Ella corre a todo lo que permite su basquiña ancha y larga hasta el huesito, una mano al pecho, sosteniéndole el rebozo sobre la blusa de holanes, la otra hacia atrás, intentando detener al jamelgo. Un giro repentino la lleva por angostos escapes callejoneros, más no por mucho tiempo; al salir de entre fincas encrucijadas, el jinete la espera, lazo en alto girando a la expectativa.
Adelita corre otra vez. Detrás de ella el ranchero y su montura galopan a paso corto; el hombre avienta el lazo y rodea a la chica por la cintura, arciona la soga a la silla, no se detiene. Clava espuelas al corcel para cabalgar de prisa y arrastrar a la mujer por el empedrado. Adela no interrumpe el andar, junto a un riel saliente, que impide el paso de carretas a la plaza, da un par de ágiles giros cruzados a la soga y se remanga a la espera. La cuerda se tensa y detiene de improviso la carrera del jamelgo. El jinete cae de bruces y se rompe el hocico, la soga revienta y Adelita sigue huyendo cobijada por la oscuridad envolvente.

El monitor de la cámara de seguridad del café ve pasar al extranjero junto a las 2 chicas por la barra del café, platicando jubilosos. El mesero les asigna lugar junto a Guillermo, les deja la carta y hace lo mismo con el hombre solitario. Memo le pide un “Café 1910” muy de temporada, enciende un cigarro y vuelve a ver el reloj de pared, junto al “Dalí” de época; ya son las 8:20. La plática entre el Güero y las 2 chicas cruza por sus sentidos:
— Oh, this is a beautiful city, muy bonita ciudad… –dice él.
Y tiene gran historia, fue protagonista de uno de los episodios más importantes de la Revolución Mexicana, la batalla más sangrienta que se recuerda en el siglo pasado. –Responde una de ellas en tono de guía de turistas, como si el güero le entendiera.
Memo vuelve a ver el reloj y la cara del artista plástico revolucionario, toma el celular, ve la foto de ella, su cara sonriente-abúlica en primer plano y las flores sobre la mesa a un lado. Le da un sorbo al café... “Es de olla y cuesta 100 pesos” piensa mientras sigue fumando.

Disparos a la vera de la noche delatan enfrentamientos sorpresivos. Adelita camina precavida por los recovecos de barrios angostos. Sabe por dónde ir, hacia dónde tiene que llegar, pero ignora donde rondan las huestes subversivas. Sale al paso de un callejón imperceptible y en la acera de enfrente tres jinetes la observan. De uniforme plomizo, sin insignias oficiales. El montador a la diestra toma su rifle y apunta, pero el general, el hombre al centro, un imponente norteño de amplio bigote, le detiene a una seña. La dejan ir sin prisa, con tensa parsimonia.
Mientras Adelita avanza, más fuerte es el ruido del fuego entrecruzado. De lugares inconexos e inconcebibles salen paisanos, con ropa de manta y sombrero de paja, irritados a punta de machete, decididos a matar o morir contra quien se les ponga enfrente. Sale uno, salen dos, salen muchos, desperdigados en fuga chocan contra soldados que brotan de ninguna parte. Machetes, cuchillos, palos, contra rifles de repetición ballesta al frente. Justo a un lado de Adela, dos enemigos se enfrentan en arrebato defensivo, ambos caen fulminados por el filo de sus armas. La mujer los rodea, quita el rifle de las manos del soldado y saca la ballesta de entre las costillas del paisano.

La música estremece a un ritmo que alarga la espera y a una intensidad que mengua todo rugido externo. Memo apaga de golpe un cigarro a medias y lo lanza al cenicero, donde ya hay cuatro colillas. El reloj del café ya marca 8:35. El extranjero y las 2 chicas no disminuyen su plática, ni las risillas melódicas
— La toma de Zacatecas fue de verdad sangrienta, murieron muchos federales, villistas y ciudadanos…
El trío se ve más alegre  a cada risita, toma café, platican, hacen juegos de manos y de vez en cuando miran al vecino solitario. Memo toma el celular, la pantalla se enciende y vuelve a ver esa cara sonriente-tirando-a-burla. Se decide a hablar, pero el número que marcó está fuera del área de servicio. La cabeza de un fósforo explota al rozar la lija en la carterita y enciende un cigarro más para Guillermo.

Adela corre buscando escondrijos rinconeros entre casa y casa. El rifle a la altura de sus codos, guardando discreción al cubrirlo con el rebozo. Muertos en las banquetas y el empedrado van medrando su marcha.
De pronto la ciudad se ensordece.
La cantera muere a golpe de cañón, se despeña del borde y cae para siempre entre los empedrados. Frisos, pretiles, ménsulas, figuras de animales fantasmales, herrajes de autor, selectas balconeras, vitrales a canto y plomo, se desprenden y caen vencidos por el fuego de la gruesa metralla.
Adelita no avanza, ve caer la fachada completa de una iglesia frente a ella.

El extranjero no es gringo, su acento de gentleman acaba delatándolo. Las chicas no dejan de darle una clase de historia local, abren sus manos a lo alto, simulando una explosión. Guillermo pide otro café, no quiere accionar su teléfono, con tal de evitar ver esa cara sonriente-de-ausencia.
Junto al Dalí mexicanizado, en el muro, son las 8:45.

Adelita entre escombros y muertos que una nube de polvo impide distinguir, tropieza con un cadáver rebelde, toma sus carrilleras y un reloj de cadena que cuelga de sus ropas; lo limpia y ve la hora: las ocho con cincuenta. Una lágrima arrastra su infortunio desde la mejilla, por el hombro, el rebozo, hasta caer al piso.
Luego escucha un estruendo, seguido de una ráfaga y un dolor junto al pecho. Cae sin mirar siquiera de donde vino el obús. Suelta todo. Exánime, de su regazo saca una carterilla de piel, la abre, y con sus dedos la presiona exhalando un suspiro.

Memo voltea hacia el inglés y sus acompañantes para dar la espalda al reloj de pared, bebe otro sorbo de café. En veces el extranjero también lo ve de reojo. Guillermo reacciona al sonar su teléfono, aparece en pantalla esa cara sonriente-despreciable. Contesta.
— Ho… Hola. Disculpa… he tenido un contratiempo… –dice una voz gimiente.
— Son la nueve Adela, ¡Las nueve!… ¿Sabes qué?, para mí... estás muerta.
— Memooo…

La vocecilla se pierde en el auricular. Guillermo cuelga, apaga y guarda para no ver más la hora ni la cara sonriente-ingrata. Otros fragores braman entre las mesas del cafetín. Guillermo sabe que el inglés necesita su ayuda… y la noche venganza.

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