martes, 23 de mayo de 2017

Fantastrágico

CuasiPrólogo


20 años, no es nada…
By Boulevardo Calles

Defino a Joseangel (así junto, es nombre propio, dice) Rendón Delatorre como “polidiestro” porque a veces escribe con la mano derecha, a veces con la izquierda y a veces con las patas, pero siempre escribe. Aunque casi nunca habla, constantemente está inmerso en las palabras; aunque todo tiempo parece ausente siempre tiene la respuesta que nunca necesitas; cosas como arreglar el mundo, reivindicar los sentimientos sub valorados; desdefinir lo indefinible pero ya, por antonomasia entendido; miles de cosas que luego escribe y olvida o no escribe y pierde.
Y un día sale con que a cada momento se le ocurren historias (tiene muchas en la mente y en papelillos sueltos, en una carpeta de su compu (o varias), pero sentía que no tenía los conocimientos necesarios para plasmarlas como relato, cuento y por qué no, algún día, novela. Decide entonces acercarse al Centro Cultural zacatecano (23 de junio de 1995, hace poco más de 20 años, Luis Félix Serrano era el de cultura; es el día que decide dedicarse a escribir todas las loqueras que se le ocurrían, pero en forma) “Oiga, vengo a preguntar si existe un curso que me enseñe a escribir historias” dijo, “Pues ahora mismo (¿casualidad o destino?) está iniciando un curso, ese le puede servir. Anótese y pase, ya empezaron” le respondieron las autoridades.
Se trataba nada menos del Taller de Narrativa, impartido por el escritor potosino Ignacio Betancourt, donde, al entrar al aula, notó que había puro escritor del bueno, algunas vacas sagradas y otras gentes agradables. Seis fines de semana –uno por mes– después, Rendón ya tenía sus primeros cuentos hechos y derechos. Ignacio Betancourt reconoció que fue él quien más textos presentó para análisis en este taller.
Publica los plaquettes Donde menos se espera salta la muerte en 1997, Perros Lejanos en 2001 y un experimento de poesía (que juró jamás repetir) Animadversos en 2003. Gana algunos premios estatales, tiene una coyuntura existencial y desde entonces no publica, pero nunca ha dejado de escribir.
Hijo putativo no reconocido de Ignacio Betancourt y Alberto Huerta, es otro dato de su ficha curricular. En 2009 se integra al Taller literario de la UAZ, dirigido por el narrador y dramaturgo (compadre de Betancourt), Alberto Huerta, con quien pule definitivamente su estilo y rigor para desarrollarse adecuadamente.
A la fecha ya ha escrito otros seis libros –cuatro de cuentos y dos novelas- y no se detiene.

Fantastrágico viene a ser una celebración del vigésimo aniversario de que se decidió a escribir, contiene sus dos primeros plaquettes (Los cuales ya han sido presentados en este Blog; se agrega la inédita segunda parte de Los Tres Deseos de Doña Chole: El Primer Deseo) y algunos de los cuentos más representativos, los que han ganado premios o que han representado subir un peldaño en su oficio de escritor.

El Primer Deseo

(O de por qué el Pechugas regresó al mar y el caso de la Sirena)

— Doña Chole, mi madrecita, murió ahogada en Acapulco…
— Ya no vengas a llorar aquí, pinche Pechugas, mejor ponte a trabajar.
Alonso Anastasio Pérez Jiménez, “El Pechugas”, acongojado por causar la muerte de su progenitora, al intentar cumplirle sus deseos, se volvió un ser triste. Afligido, clavado en una dipsomanía atroz, regresó a su cuarto de vecindad, sólo a pasar lástimas. De aprendiz de mecánico decayó en pordiosero que sólo buscaba una moneda, una caridad para alimentar su vicio, lo único que mantenía al muchacho alejado del recuerdo de su madre muerta.
“los sueños son objetos brillosos, que les pueden causar la muerte, hic, los sueños son brillosos, el mar...”
El menesteroso rondaba en iglesias, mercados y el acostumbrado tiradero dominical de la Calle Arroyo de la Plata, lugar donde Doña Chole, su madre, fue famosa por chambeadora y el recuerdo de ella hacía que la gente se condoliera con el muchacho y lo prodigaran de cuanto podían.
Uno de esos domingos paseaba Alonso por el tiradero de fierro viejo cuando una pieza en particular llamó su borrosa atención:
Era el ancla con la que había enterrado a su madre en el mar de Acapulco.
La borrachera desapareció de inmediato, ¡Era el mismo pesado fierro de 80 pesos con una marca especial que parecían olas!
— ¿Dónde consiguió ese fierro don Uriel? –preguntó al puestero
— Me lo trajo un pariente. Se lo encontró en una playa.
— ¿En dónde? –inquirió ahora.
— Aquí en el lago la Encantada... pos en la playa güey, en el mar. No sé donde, pero si te gusta, cuesta 200 pesos, por ser para ti.
Desde entonces Alonso dejó la bebida y sólo tuvo un tenaz propósito:
“Tengo que ganar dinero, debo conseguir esa ancla y volver a Acapulco”
El chamaco se volvió otro. Hacía mandados, limpiaba puestos, se ofrecía a cualquier clase de trabajo para ahorrar algunos centavos. En algunos momentos hasta se parecía a su madre que chambeaba en todo. Y cuando logró juntar 200 pesos:
“Me robé el pedazo de fierro viejo, al fin que era mío”
El Pechugas, ancla al hombro, tomó rumbo a la playa, al lugar de su desgracia. Primero llegó hasta México en ferrocarril, luego en camión de segunda hasta Chilpancingo, después de aventón y los últimos kilómetros, como un vía crucis, se los aventó a pié. Llegando a Acapulco espulgó en sus bolsillos y con 50 pesos rentó una barcaza y se hizo a la mar. Ancla y muchacho trataban de recordar el rumbo que habían tomado la otra vez, cuando dejó a su madre en el océano, pero esta ocasión el muchacho pensaba otra cosa:
“Si el ancla llegó hasta mí, es por algo. Tengo que buscar a mi jefa.”
En un punto del mar lejano a la playa se detuvo y tomando fuertemente el ancla se lanzó al agua. El Pechugas olvidó que no sabía nadar. Mientras el peso del metal lo arrastraba al fondo, el muchacho buscaba entre la turbiedad, entre la arena, en el fondo, sin encontrar nada. El mandadero comenzó a acordarse de la sofocación de su madre en un restorán de pollos cuyo nombre no quería recordar y la sintió como propia. El acto-reflejo y la asfixia pedían que soltara el ancla, pero su convicción lo hacía sujetarla con más fuerza. Sintió la presión del agua, la falta de aire, la contracción de sus pulmones. Buscando alrededor comenzó a soltar burbujas, luego a tragar agua salada, después a sentir que la sangre no le circulaba igual; en el peor de los momentos, el Pechugas avizoró un grupo de peces, notó que se acercaban una serie de sirenas, al frente de ellas su mamá, con cola, que más que sirena parecía un gran pez globo, pero llegaba hasta su Alonsito para hacer algo por él.
El cruce de miradas era una nostalgia de meses, como de un deseo encontrado, una respuesta muda. Los pulmones del muchacho se llenaron de mar y el ardor en sus ojos le impidió ver a su progenitora. Se acabaron las burbujas, la mirada piadosa, Alonso pataleaba tratando de alcanzar a la sirena en que se había convertido su madre; el pesado esturión notó el intento de su hijo y se separó de las demás sirenas para alcanzarlo, cuando llegó a él, su piel estaba amoratada, la mirada saliendo de sus cuencas y una lejana estela de burbujas delataba que el aire se le había terminado. Soltó el ancla intentando abrazarla, deseando que en ese momento le saliera cola, pero su cuerpo le recordaba que era un ser de aire, que exigía ser llevado a su mundo. El ex mecánico se convulsionó. Como última imagen, antes de desvanecerse, vio la mitad de una madre desesperada, pidiéndole que nadara aguas arriba.
Un 17 de enero del año 73, cuatro horas después de haber partido al mar, ya entrada la tarde, fue encontrado el cuerpo de Alonso Anastasio Pérez Jiménez, hijo único de Doña Chole, desaparecida meses atrás en el mar. El salvavidas de la playa, quien descubrió al hombre tendido en la arena, revisó sus signos vitales, apachurró su pecho, y vio cómo el Pechugas despertaba, tosiendo, saliendo a flote de un mal sueño. A su lado estaba el ancla que había cargado durante 1,300 kilómetros y un recuerdo que más bien parecía visión de moribundo.
— No es hora de meterse a nadar –dijo el guardaplaya– el mar comienza a picar y te puede jalar lejos, a donde nadie te encontraría jamás.
El Pechugas alzó la cabeza, olvidó la tristeza, la culpa. Todavía con molestias por el agua que tragó, se levantó con tres deseos propios, Esculcó una vez más en su bolsillo, de donde sacó sus últimos 20 pesos y se encaminó a cumplir el primer deseo. Tenía capital suficiente para tres piezas de la receta secreta y un pollobollo, los cuales disfrutaría en una terraza para observar la puesta del sol, donde vería al mar convertirse en un objeto brilloso.

¿Cuáles eran los otros dos deseos? Nunca supe, ni me importó. Cada quien debe tener sus propios sueños e ir en busca de ellos. 

Cena Fría


¿Y si se descompuso tu auto?
Es la hora de la cena y no llegas. No es cualquier cena, es nuestra cena de aniversario. Todo está dispuesto meticulosamente para resaltar tu delirio protagónico. ¿Y si dejaste de amarme?
Tuve que poner mi cara de patán al comprar las flores de este arreglo especial que adorna el centro de mesa, deambular en la tienda, vinaterías y no sé cuanta rara pastelería buscando lo necesario para sorprenderte esta noche.
La penumbra consume las velas. Por el ambiente corren duendecillos que riegan aromas de sándalo. Casi siempre eres puntual, seguramente lo haces por causarme celos. Adoras ver como se erizan mis neurosis. Afuera, una sádica lloviznilla se burla de mis planes.
Te divierte verme dudar. Me das a sobrentender cosas que lastiman el poco ego que me queda. Hasta imagino lo que haces en este momento: estás con otro, regodeándote de mi impaciencia y burlándote de mí. Todo lo haces por satisfacer tu estúpida vanidad y sentirte superior, lo sé.
Revientan mis ganas de salir a buscarte. Estás oculta en las sombras, seguramente con él, saciando tu mórbida ironía, engañándome con toda la aversión que da tu mente sañosa. Más que su sexo, te satisface mi coraje.
La tardanza predice que ya no eres mía. Mientras me disuelvo recalentando la cena y enfriando mi irritación, estás unida a él, con tu espalda en sus manos, dejando que te recorra una y otra y otra vez. Sólo para mortificarme. En pleno aniversario... la hora de la traición jamás será olvidada.
El cuchillo del pastel ha esperado demasiado. Me pide correr a buscarte en la humedad de la noche. Es hora de salir y desenmascararte de una vez por todas.
Una parte de mí culebrea por las aristas de los finales de calle. Otra busca en ventanas las luces moribundas de cada orgía que se fragua en la traición. Una más -sexto sentido que le llaman- amolda las facciones de quién está agazapado en tu pubis, en el trono del oprobio, como los plúmbagos eróticos del agua que escurre por los muros, por los negros sudores que decanta mi ropa. Otra parte afila sus garras junto a una cena fría. Es la hora de las calles deslavadas en tu búsqueda.
Empuño el cuchillo con agudeza, en ida y vuelta por la semioscuridad nebulosa. Por fin distingo una silueta que camina como tú. Llevas la cadencia de una perra satisfecha. A manera de culpa serpenteas entre los callejones dormidos de frío. Tus tacones despiertan al silencio con ese pasito siseante. Tu abrigo fija el centro de mi ira; cómplice de la soledad me dirijo hacia ti. La hora del vil engaño te quedará marcada.
El cuchillo corta la niebla y parte en dos la noche, se afila en el rocío que huye y cae con toda su fuerza sobre el abrigo que cubre tu espalda traidora; Tantas veces como las que él estuvo acariciándola. La hora de la muerte queda clavada en tus pulmones. Nunca sabrás quién lo hizo, así como nunca sabré quién era él.
Recojo tu cuerpo tibio de sexo y de vida muerta y te llevo en mis brazos por la oscuridad, como en una noche nupcial. Me despido de ti en el puente nuevo. Tus vilezas y engaños se los va llevando el Arroyo.
Regreso por la ruta que marcó la tragedia. El pastel parece más contento. Cenaré sin tu pesada culpa. Ya no te espero, ya no me importas.
¿Y si se descompuso tu auto? 

Atlas crepuscular


Abres la puerta
Tomas un boleto
Riegas con lágrimas pasadas un sicomoro bonsái a través de la ventana
Apagas la radio
Espantas al gato negro
Caminas tres pasos atrás por acto reflejo mientras miras-valoras-enumeras-atraes a un punto cercano al corazón, a ojos gachos, la cifra impresa en el papelillo
Guardas el boleto
Trazas un semicírculo con andar cansado
Recuerdas lo que buscas, también te llega un flashback: olvidaste comprarlo
Regresas por los mismos pasos evitando recuerdos
Te sientas en un sofá tan viejo que ya ni siquiera rechina
Cierras los ojos, instantáneo, imperceptible
Escuchas como soplo siete dígitos aleatorios
La cifra concuerda, sabes que has ganado
Te levantas de golpe
Buscas el boleto
Miras alrededor
Te das cuenta que la radio no funciona desde hace años
Cierras la puerta
Miras el jardín
Hoy es un día normal para morir
Piensas
Das leche al gato y te recuestas
Imaginas una canción
La letra habla de un gato inmaterial que sorbe y ronronea

Evades tararearla

Antivirus 3.3


Ella ligó sus trompas después del segundo hijo, para no tener más suplicios quirúrgicos que arruinaran su figura.
Él recurrió a la vasectomía para no dejar mini-clones regados por el mundo; y solicitó al doctor un comprobante escrito, para evitar demandas por paternidades no recordadas al amanecer.
Y #CarnitaJugosa conoció a #DonPowerFull en la red social.
Ella vivía al chateo, absorbida por las señales intermitentes de su móvil; él no salía de su ciber-capelo, nadie sabía quién era ni dónde vivía. Aun así, con su animadversión a la sociedad y todo, vivieron un ígneo romance al alto vacío. Ambos se protegieron, él por aislar sus promiscuidades, ella por evitar nuevas pandemias de transmisión virtual.
Y engendraron un hijo. Un nuevo hombre con los ojos de él, la sonrisa de ella y toda una vida digital por delante.


Cuidado... se rumora que alguien filtró al Espíritu Santo en la Internet.

Agua


Sus ojos color de piedra se incrustaron en los míos, con expresión indefinida. Nunca estallaba; igual maldecía o perdonaba su silencio. Y los huracanes tocaban tierra en su mirada; con solo abatir sus pestañas dejaba reflejar palabras merodeantes que lanzaba sobre mí como cuchillas.
Nunca pude sostenerme al grito de sus pupilas. Era capaz de parar en seco el ímpetu de mi coraje o secar de golpe mis ganas acuáticas o golpear mi ego en el momento requerido.
La ira de su iris dolía. El reclamo de su gesto me tenía ciego de silencio.
Yo la maté, señor judicial; quería decirme adiós. Fueron los celos o el alcohol o la estupidez. Fueron sus ojos. Tuve que sorprenderla dormida en la playa, ahogarla con mi llanto y las olas. Aún me sabe salado el momento.

Eran verde-mar, a veces gris-tragedia.

¡Vivan los héroes que nos dieron puentes!


Sábado 13 de septiembre:

La mañana corrió con airecillo de “no-te-levantes-hasta-el-día-17”; gelidez que exigió un café colombiano bien cargado, endulzado con miel, al refuerzo de un chorrito de jerez…
Enciendo sin ganas mi computadora. En el rincón de mi cuasi-oficina el sol juega a ser puente entre el ambiente sombrío de la recepción y el rebote luminoso de las fachadas de enfrente filtrándose por las ventanas. El humo del café blanquece y toma la importancia que sabe dar el retozo de luces y sombras de media mañana nórdica; de pronto empieza a danzar, a jugar con el tiempo y resbalar hacia el cielo, volviéndose interminable; toma la forma de espiro, donitas, giroscopios informes, veletas de viajero imaginario… y se tinkerbelliza… adopta el perfil de una mujer de fantasía, de las que cumplen deseos. Delinea su sonrisa, profundiza sus ojos, derrama por su bella delgadez un cabello que se pierde entre las alas… y vuela a contraluz jugueteando con el “me-acerco-me-alejo-de-ti”… y se transforma en letras, palabras, mensajes indescifrables… y arroja su disfraz a todos los puntos cardinales, reinventando otro juego... tan sensual como peligroso…  tan etéreo como ardiente.
La taza de café suda vapores, condensándolos en ríos de lava, se pierden al llegar al escritorio, donde me arrojan una verdad fría: habrá puente laboral, será posible hacer aviones de papel con el tiempo, burbujas con el quehacer acostumbrado.

En mi despacho se vive una exacerbada adoración al tiempo y su tic tac preciso, con clangs, gongs y cucús que etiquetan las horas… sigo a la espera de poder dar el primer sorbo a esa combinación dulce-amarga de elementos naturales… estoy echando humito… mi computadora se reprograma a no hacer nada, celosa porque no dejo de mirar la humarada juguetona…

El héroe de la bolsa de pan


El hombre camina por la calle en un atardecer lánguido, con probabilidades de noche sin estrellas. A su brazo lleva una bolsa de papel revolución con el encargo del día: una concha para Juan, ojo de pancha para Malena, un cortado con cubierta de chocolate para la pequeña Mariel (¿acaso porque es la consentida?), un cuerno para su mujer, Alicia, y para él sólo un bolillo, no es que no se ajuste para más, si no que mientras escogía el pan, hacía cuentas mentales: “El Camión de mañana para Juan, Malena y para mí, Mariel necesita un lápiz y… creo que otra vez mañana regresaré a pié del trabajo”.
Así es, no se ajusta para más.
El aire detiene la memoria, suena a tarde solitaria en hora cero, con premoniciones de alegres arrebatos al llegar a casa. “¿Me trajiste mi pastel?” preguntará Mariel antes de saludarlo con un beso…  la familia se reunirá sin más, harán guardar silencio a la vieja TV y en cálida plática dirán cómo les fue, cada uno a su tiempo, cada cual con su historia, cada quien con su pan. Bienvenido el único momento de alegría de la jornada.
El hombre camina y piensa. Se abstrae. “Debo conseguir otro trabajo en la tarde-noche, o el fin de semana hacer algo, para que alcance”. No es por el bolillo, ni por los domingos, que, cuando bien le va, se compra una cerveza -sólo una- para ver el futbol. Es por ellos. Al crecer, crecen los gastos. Al avanzar el tiempo, el dinero rinde menos.
El hombre avanza retraído por las calles de siempre. En su pensar no advierte la presencia de cuatro malandros sentados en la banqueta, guardando en una bolsa algunos paquetes de coca y cientos de pastillas. Al verlo intercambian ojeadas y se paran apostándose a su paso. El hombre, alza los ojos y detiene el andar. Mira a cada uno sin desviar la mirada, sin cambiar el gesto. Y piensa… o más bien deja de pensar. Cien imágenes de incertidumbre cruzan su mente. “Creo que otra vez mañana regresaré a pié del trabajo” recapitula.
— Qué onda, brother, coopera pa´la banda, ¿no? –le aborda un chamaco de apenas unos 17, de barba escasa y facha de rapero venido a menos. Otros dos se apostan a cada lado del hombre. El líder, lo mira de arriba a abajo… fija su atención en la bolsa de papel revolución y después cruza mirada con la víctima. Y dice:
— Este prángana no trae nada, más que su bolsa de pan.
El malandro mayor saca una navaja de su bolsa, al accionar el resorte, la punta coloca su filo al ras de la bolsa…
¿Por qué no nos repartimos el pan, bro…?
El hombre no quita la vista del líder. Recapitula y piensa sin pensar. Enumera, hace cuentas. Al filo de sus ojos ve a dos chavos apostados junto a él. Aparta sin percibirlo, lento e invisible, la bolsa de ese metal frío. Espera unos segundos y repiensa la respuesta…
— Les puedo dar el bolillo… lo demás es de mis hijos.
El silencio regresa por instantes muy densos. La navaja se acerca, la bolsa se separa, lenta e imperceptible. Las miradas se cruzan, sin palabras, sin nada. Cien imágenes retro giran como flashes en las mentes de los pandilleros.
El diecisieteañero barba-escasa corta el momento. Revira las miradas del líder y del hombre, mientras toma la mano de su amigo, le quita el arma blanca y guarda el filo en su cacha, la navaja en el bolsillo. Coloca las manos en los hombros de ellos  y termina el letargo:
— Déjalo mano –le increpa al compañero mientras recupera el mirar del portador de la bolsa.
—  Llégale y pórtate bien –le dice.
Ellos le abren paso. El hombre camina lento, sin ofrecer respuesta. Tan sólo un “buenas noches” murmurado entre dientes. Se retira por la calle como se va la tarde, silencioso y sombrío. Nadie se dice nada. Los cuatro sedentarios se sientan en la banqueta y se convierten en colores de la noche, esperando a los “clientes”.

El hombre llega a casa. Mariel le sonreirá mientras la apronta un beso, apagarán la Tele y platicarán de cosas que hicieron en el día: de la escuela, de amigos, de tareas cumplidas, del futuro. Tal vez de héroes, pero no de malandros.

Adelight


Ámbar-media-luz y roca sempiterna pulida al tiempo, de un tono robado por las horas noctívagas. Edificios añejos, paralelos al adoquín en pendiente-quebrada, presumen figurines salientes en cada fachada; polimorfos e inciertos, mudos y expectantes; brotan historias del interior de viviendas vacías, bufantes cual reclamo de aire prófugo. A la vista, desde casi cualquier punto, tres figuras ecuestres al bronce, de héroes revolucionarios, en la cima de un cerro vigilan la cañada de cantera, adoquín y entresijos callejeros. Filas de autos a vuelta de rueda anuncian por las calles que la noche es de tórridos parejeos.
Guillermo va de prisa, cruza la calle entre los carros, mira la hora en la pantalla de su teléfono celular, se apresura, cuidando no ensuciar, al roce con los autos aparcados, su costoso pantalón de mezclilla y saco Armani olorizado por Ralph Lauren. Pasa por entre rieles salientes que delimitan la zona peatonal. Entra a un portal de soberbias arcadas rosa pétreo; trota por el gran pasillo, mirando de refile el aparador de una galería de viejo, con grandes cañones oxidados, escopetas antiguas con marcas de muerte en las cachas, maniquíes temporizados al antiguo uso hacendario, con vastas carrilleras al cruce del cuerpo; peripuestos de papelinas tricolores que forman la palabra: REVOLUCIÓN; la luz ambarina y el mismo entorno citadino le dan esa raigambre de época insurrecta. Guillermo no detiene el andar, antes lo acelera, viendo nuevamente la pantalla del teléfono portátil.
Un “gringo” delatado por el idioma, la piel blancuzca y cabello bermejo, impide el recorrido del apresurado caminante; platica a trompicones lingüísticos con dos mozas casaderas, de vaporoso atuendo, faldas cortas y risas largas. El hombre les rodea a velocidad de ráfaga, sin notar que ellas tratan de alcanzarlo con la mirada. Sale del gran Portal a una extensa escalinata, donde un harapiento de ojos vivarachos le vende claveles enramados. Casi sin detenerse, los coge y paga a un tiempo, reforzando su marcha. Guillermo entre la gente, sobre largos escalones de roca cincelada al canto, Memo con la distancia larga y el tiempo acortado. Canteras cabrioladas resaltan abolengo de centurias, fachadas que se abren al respiro de una plaza de eternos baldosines, delante a un sacro edificio convertido en museo, con partes de su derruida fachada amontonadas al azar. El hombre al fin concluye su tortuosa jornada y llega al punto de cita: El Café Dalí, confinado en una vieja finca, con mobiliario posmoderno y decoración abstracta.
Las ocho en punto.
Memo atraviesa por el zaguán-pasillo-barra. Un mesero le indica la ruta y le asigna un lugar lejos del balconaje a la calle principal sobre el portal rosáceo. Guillermo pone a la mesa el ramo de flores, celular, una cajetilla de cigarros y relaja su pose mientras se quita el saco. El joven que lo atiende le da una carterita de fósforos promocionales y pregunta:
— ¿Le dejo la carta?
— No, gracias, espero a una persona.
Guillermo observa un reloj colgado al muro, junto al cromo del artista de bigote fino y mirada-sorpresa –que gracias al Fotoshop porta sombrero ranchero y carrilleras al pecho– marca las 8:05, toma el celular para sincronizar los tiempos y mira el protector de pantalla, es ella, la mujer a la que espera, en imagen sonriente-adorable. Memo hace un esfuerzo mental por marcar, pero se detiene.

Adelita se asoma, saliendo de la oscuridad cómplice en una puerta antigua. Voltea hacia ambos lados para confirmarse sola. Mujer, cabeza enrebozada que cubre sus facciones, tambalea sus pisadas por el rústico empedrado de calles desiertas, sin luz ni ruido.
La noche pacciona con rebeldías germinadas al hartazgo de la infamia. La mujer camina presta, con las manos al pecho y el corazón en fuga. Sus ojos grandes, de iris oscuro y blancor brillante que resalta el azoro, miran al horizonte perdidizo y al milisegundo reviran a la retaguardia.
El percutir de cascos golpeando el empedrado, hace que Adela apriete el paso y deje de mirar atrás. Más cercano el trote del corcel, más rápido el paso de la mujer. Ella siente el respiro del rocín humedecer su espalda. La luna separa a las nubes para observar esa persecución desigual. Ella corre a todo lo que permite su basquiña ancha y larga hasta el huesito, una mano al pecho, sosteniéndole el rebozo sobre la blusa de holanes, la otra hacia atrás, intentando detener al jamelgo. Un giro repentino la lleva por angostos escapes callejoneros, más no por mucho tiempo; al salir de entre fincas encrucijadas, el jinete la espera, lazo en alto girando a la expectativa.
Adelita corre otra vez. Detrás de ella el ranchero y su montura galopan a paso corto; el hombre avienta el lazo y rodea a la chica por la cintura, arciona la soga a la silla, no se detiene. Clava espuelas al corcel para cabalgar de prisa y arrastrar a la mujer por el empedrado. Adela no interrumpe el andar, junto a un riel saliente, que impide el paso de carretas a la plaza, da un par de ágiles giros cruzados a la soga y se remanga a la espera. La cuerda se tensa y detiene de improviso la carrera del jamelgo. El jinete cae de bruces y se rompe el hocico, la soga revienta y Adelita sigue huyendo cobijada por la oscuridad envolvente.

El monitor de la cámara de seguridad del café ve pasar al extranjero junto a las 2 chicas por la barra del café, platicando jubilosos. El mesero les asigna lugar junto a Guillermo, les deja la carta y hace lo mismo con el hombre solitario. Memo le pide un “Café 1910” muy de temporada, enciende un cigarro y vuelve a ver el reloj de pared, junto al “Dalí” de época; ya son las 8:20. La plática entre el Güero y las 2 chicas cruza por sus sentidos:
— Oh, this is a beautiful city, muy bonita ciudad… –dice él.
Y tiene gran historia, fue protagonista de uno de los episodios más importantes de la Revolución Mexicana, la batalla más sangrienta que se recuerda en el siglo pasado. –Responde una de ellas en tono de guía de turistas, como si el güero le entendiera.
Memo vuelve a ver el reloj y la cara del artista plástico revolucionario, toma el celular, ve la foto de ella, su cara sonriente-abúlica en primer plano y las flores sobre la mesa a un lado. Le da un sorbo al café... “Es de olla y cuesta 100 pesos” piensa mientras sigue fumando.

Disparos a la vera de la noche delatan enfrentamientos sorpresivos. Adelita camina precavida por los recovecos de barrios angostos. Sabe por dónde ir, hacia dónde tiene que llegar, pero ignora donde rondan las huestes subversivas. Sale al paso de un callejón imperceptible y en la acera de enfrente tres jinetes la observan. De uniforme plomizo, sin insignias oficiales. El montador a la diestra toma su rifle y apunta, pero el general, el hombre al centro, un imponente norteño de amplio bigote, le detiene a una seña. La dejan ir sin prisa, con tensa parsimonia.
Mientras Adelita avanza, más fuerte es el ruido del fuego entrecruzado. De lugares inconexos e inconcebibles salen paisanos, con ropa de manta y sombrero de paja, irritados a punta de machete, decididos a matar o morir contra quien se les ponga enfrente. Sale uno, salen dos, salen muchos, desperdigados en fuga chocan contra soldados que brotan de ninguna parte. Machetes, cuchillos, palos, contra rifles de repetición ballesta al frente. Justo a un lado de Adela, dos enemigos se enfrentan en arrebato defensivo, ambos caen fulminados por el filo de sus armas. La mujer los rodea, quita el rifle de las manos del soldado y saca la ballesta de entre las costillas del paisano.

La música estremece a un ritmo que alarga la espera y a una intensidad que mengua todo rugido externo. Memo apaga de golpe un cigarro a medias y lo lanza al cenicero, donde ya hay cuatro colillas. El reloj del café ya marca 8:35. El extranjero y las 2 chicas no disminuyen su plática, ni las risillas melódicas
— La toma de Zacatecas fue de verdad sangrienta, murieron muchos federales, villistas y ciudadanos…
El trío se ve más alegre  a cada risita, toma café, platican, hacen juegos de manos y de vez en cuando miran al vecino solitario. Memo toma el celular, la pantalla se enciende y vuelve a ver esa cara sonriente-tirando-a-burla. Se decide a hablar, pero el número que marcó está fuera del área de servicio. La cabeza de un fósforo explota al rozar la lija en la carterita y enciende un cigarro más para Guillermo.

Adela corre buscando escondrijos rinconeros entre casa y casa. El rifle a la altura de sus codos, guardando discreción al cubrirlo con el rebozo. Muertos en las banquetas y el empedrado van medrando su marcha.
De pronto la ciudad se ensordece.
La cantera muere a golpe de cañón, se despeña del borde y cae para siempre entre los empedrados. Frisos, pretiles, ménsulas, figuras de animales fantasmales, herrajes de autor, selectas balconeras, vitrales a canto y plomo, se desprenden y caen vencidos por el fuego de la gruesa metralla.
Adelita no avanza, ve caer la fachada completa de una iglesia frente a ella.

El extranjero no es gringo, su acento de gentleman acaba delatándolo. Las chicas no dejan de darle una clase de historia local, abren sus manos a lo alto, simulando una explosión. Guillermo pide otro café, no quiere accionar su teléfono, con tal de evitar ver esa cara sonriente-de-ausencia.
Junto al Dalí mexicanizado, en el muro, son las 8:45.

Adelita entre escombros y muertos que una nube de polvo impide distinguir, tropieza con un cadáver rebelde, toma sus carrilleras y un reloj de cadena que cuelga de sus ropas; lo limpia y ve la hora: las ocho con cincuenta. Una lágrima arrastra su infortunio desde la mejilla, por el hombro, el rebozo, hasta caer al piso.
Luego escucha un estruendo, seguido de una ráfaga y un dolor junto al pecho. Cae sin mirar siquiera de donde vino el obús. Suelta todo. Exánime, de su regazo saca una carterilla de piel, la abre, y con sus dedos la presiona exhalando un suspiro.

Memo voltea hacia el inglés y sus acompañantes para dar la espalda al reloj de pared, bebe otro sorbo de café. En veces el extranjero también lo ve de reojo. Guillermo reacciona al sonar su teléfono, aparece en pantalla esa cara sonriente-despreciable. Contesta.
— Ho… Hola. Disculpa… he tenido un contratiempo… –dice una voz gimiente.
— Son la nueve Adela, ¡Las nueve!… ¿Sabes qué?, para mí... estás muerta.
— Memooo…

La vocecilla se pierde en el auricular. Guillermo cuelga, apaga y guarda para no ver más la hora ni la cara sonriente-ingrata. Otros fragores braman entre las mesas del cafetín. Guillermo sabe que el inglés necesita su ayuda… y la noche venganza.

AM


Al extremo de la noche soñé a un hombre cuasibarbo, de pómulos hendidos, mirada abandonada, de mal augurio; voz rugosa, pero terminante, timbre constante de palabras suaves, de comprensión sencilla. Su cabello rebelde jugaba con la gravedad hasta desvanecer en sus hombros, encanecido apenas; con la sombra por vestimenta.
— Hoy vas a morir.
Dijo repentino, como si todo supiera y por tal, no le importara.
El despertar fragmentado arruinó mi amanecer costumbrista. Decidí saltar toda rutina y borrar el metodismo acuciante para escapar de ese destino soñado; presagio insubstancial, mas sin embargo, digno de asumir precauciones. Apenas di un retoque a mis facciones. No llevé conmigo el clásico almuerzo de emparedado rápido y refresco de cola.
Decidí no usar mi carro para ir al trabajo. Tomé un autobús lleno de gente cara-muda, piel medrosa, bolsillo de no-llego-al-día-15; mujeres con mal arreglo mañanero, cabello apenas recogido o enchongado y reclamos sueltos en susurro. Un chofer ególatra-subversivo que no temía al peligro del indescifrable tráfico de autopista y abría paso a ruidosos empujones; sólo temblaba ante macuarros imberbes, que subían sin pagar, al desenfado del día, sin nada qué hacer e ignorando a dónde ir, con la existencia resbalando entre sus holgadas ropas.
Bajé al margen de un mercado con la vida al regateo. Cientos de señoras comprometidas con el futuro de sólo ese día, con mucho por comprar pero poco en el bolso, el quehacer por delante, empujándolas a un destino de orgullo impropio; caminado al compás del olor a futa de temporada, verdura fresca y secretos baratos que sólo ellas saben dónde encontrar.
El estridente tianguis era un atajo obligado para llegar a mi oficina. Hube de esquivar a un garrotero y diez pesadas rejas que saltaron del “diablo” y casi me caen encima. Suavicé el paso para que ninguna premonición soñolienta cumpliera su fin; únicamente era cruzar ese mercadillo y llegar al reino de la burocracia, 8 pisos de documentos por resolver, donde nadie se ha muerto, a no ser de aburrimiento.
Entre mujeres cada vez más ausentes en busca de ofertas obligadas, rejas y rejas de leguminosas viajantes, a la vuelta de un cenizo puesto con escasa mercancía, estaba el viejo que jamás había visto, en el lugar por donde nunca antes pasé, en doloso momento que recorrió todas las pesadillas de mi vida en un segundo trémulo: la del cuasibarbo despomulado e inconexas anteriores rodeando el rotundo y sombrío “Hoy vas a morir”. La piel sacó mis miedos crispándome el vello, me detuvo de golpe, justo frente a esa mirada predictiva, profunda como algo que nuca se entiende.
Una cara tan real daba certeza a mi sueño. De verdad, entonces, las horas de mi vida estaban contadas… quise preguntar al hombre qué tan cierto era eso, por qué entró a mi sueño y cuán importante era saber mi fin. Intenté desanudar mi lengua y abrir amplia mi garganta para soltar ruidosas bocanadas, pero no fue posible ni necesario.
El viejo de peinado revuelto por la mugre, sintiéndose chamán guardado en el submundo donde toda verdad se encierra, entreabrió sus labios, casi imperceptible, dejó salir una voz directa e imperante, pero amigable, como si me conociere de la vida toda y todas las vidas cruzaran por su vagos designios. Dijo sólo una frase, unas cuantas palabras, las más inesperadas de todo vocabulario, sin más sabiduría que la banal comprensión de quien las escuchara, sin más contrasentido que el significado inexplicable que acerca soluciones.
Después miró a otro lado, como si yo jamás hubiera pasado por aquella catedral del mercadeo; urgí el paso y el correr de mi sangre por ese laberinto de mercancía. Las palabras bulleron en mi mente y raciocinio hasta diluirse.
La vida siempre nos guarda un final abierto… esa opción sin sentido que en último instante tal vez no valga ya la pena, pero agranda la forma de entender nuestra existencia o dejar de preocuparnos en ella.

Compré un par de manzanas al extremo conclusivo del mercado –sorprendió al dependiente que no le regateara– después de todo, nunca es tarde para iniciar una dieta sana y evitar morir lento por los tedios del burocrático sedentarismo. 

Tres minutos


Dicen que todos han mentido alguna vez –excepto yo– El caso es que aquella noche, en el ring, se dio una batalla de dos seres fenomenales… extraordinarios.
No sonaba aun la campana, cuando aquellos dos gallos de pelea naturales ya destrababan su pesada artillería. Y no era cosa de ese día, por ganar una pelea… era una guerra de años. Los guantes eran pretexto, el cuadrilátero una excusa para poder soltarse todo lo que traían dentro. No eran puños chocando al unodós, upper o gancho, eran diástole-sístoles que hacían fluir el coraje por las venas, la venganza por los músculos, el recuerdo a través de los puños.
Frente a frente dos miradas cetrinas desmedían sus alcances con fruición en el gesto, sin reparar en golpes cual si tuviesen una égida sobre la zona hepática. No hubo réferi alguno que osara detener esa pelea, nomás dos sobre la lona. Y se decían hermanos. No bastaría un round, ni hacía falta más tiempo.
El denuedo de una vida debería extinguirse en ese preciso momento. Dice Borges que “Así combaten los héroes: Tranquilo el admirable corazón, violenta la espada, resignados a matar o a morir”. No había entonces manera de parar el coraje sin par de esos perros de Tindalos. Los jueces perdieron la cuenta de los golpes y jamás nadie escuchó sonar la campana.

El chiste es que la cosa no acabó allí, después de aquellos tres vertiginosos minutos. 
¿Quieren saber el final? Qué más da… Dicen que todos hemos mentido alguna vez.

― Nunca mates a una hormiga


Obvio no me refiero a las encargadas de realizar la limpieza de las calles, aunque no te estoy recomendando que a ellas sí las mates; nunca mates a nadie, ni a las hormigas… si necesitas comer, come cosas que no se mueran; eso no quiere decir que te vuelvas vegano, porque las plantas también piensan y hasta creo que tienen alma. Igual come carne; a las vacas las matan por su bien, de todos modos se van a morir; pero tú nunca mates, sobre todo hormigas, pues. Has lo que quieras y come lo que quieras, pero cuida tus calorías; te recomiendo que hagas cinco comidas al día, pero en porciones pequeñas que pertenezcan a los tres grupos alimenticios, no sé cuáles son, pero no comas cochinadas. Ni hormigas, porque pican. O aliméntate de puras cosas que caigan de los árboles: frutas sí, pájaros muertos no, obvio, ni aunque los mates, como Melín y Melambes… es un chiste que nunca entendí. En resumen: come, pero no mates… creo que es una ley de la vida o de la naturaleza, no sé.
― Pero, ¿Por qué no puedo matar a una hormiga?
― Ay no, digo, sí se puede, son chiquitas nomás las aplastas y ya, pero písalas bien, porque si sólo les vuelas la cabeza siguen vivas por siempre… no piensan, pero están vivas ¿Y por qué me lo preguntas?
― Tú lo dijiste… ¿Por qué no me recomiendas matar a una hormiga?
― Pues porque luego vienen todas sus amigas bien enojadas al entierro y se arma un desmadre. Por cierto, me dijeron mis amigas que anoche te vieron metiéndole mano a una golfa en el antro, que traía una minifaldita que ya verás… ¿Me engañas?
― Mmh ¿Y tú eres vegana?
― Ay nooo, cómo crees, yo como de todo, pero sabes bien que cuido mi figura… hago cinco comidas al día.

― A ver cuéntame...

Destinos


Nunca sabré si fue un halo mágico, el azar o la casualidad; el caso es que en ese pequeño y pintoresco restaurant de la Calle D`Gaulle, a sólo unas cuadras de los Campos Elíseos, se respiraba algo más que un aroma de típica comida francesa; el aire transportaba, entre música de cuerdas, una atmósfera quimérica, colores de esperanza y felicidad manando de caras resplandecientes.
Fue instantáneo.
Pierre Gant, joven triunfador, cruzaba la puerta hasta llegar a la mesa de la bella Clara. En la bolsa del saco escondía un anillo de compromiso. En un futuro ya tangible, se verían teniendo a su primer hijo. Él sobresaldría como asesor financiero y ella se perfilaba para ser una exitosa diseñadora de modas. En su mesa el champagne burbujeaba llenando de dicha ambas copas.
Muy cerca de ellos la familia Renoir festejaba el cumpleaños 12 de su hijo mayor: Alan, jovencito que oía hasta el deleite las notas del ensamble: dos violines, guitarra clásica y contrabajo; bebía su primer vaso de vino y tenía su primer sueño de amor. El porvenir de Alan estaba asegurado –o comprometido– por la importante fortuna de papá, la cual, al cumplir la mayoría de edad, haría crecer en gran dimensión para beneplácito de toda la familia, especialmente sus 3 hermanitas pequeñas que ondulaban entre las mesas –al igual que la maravillosa atmósfera– al jugueteo inofensivo, sin escuchar el llamado autoritario de su madre, joven rubia, nacida en la provincia de Lyon, quien, más que nunca, se enorgullecía de su familia. Advertí que era hermosa al ver esas largas piernas torneadas.
Antoine Gerard festejaba con tres mejores amigos –compañeros de generación– el reciente nombramiento en el Concejo Municipal. Un reluciente anillo de graduación sobresalía tanto como el brillo de su mirada, reflejo de la hiperactividad que lo había elevado rápidamente a su recién obtenido título de abogado. Él sabía que en pocos años sería un fuerte contendiente a la presidencia de la república; pero en ese momento sólo pensaba en el regocijo, en encontrarle fondo a esa botella de coñac, para hacer menos seca la espera de las chicas. Los amigos de siempre tenían su propio mundo dentro del mundo que creaba la atmósfera mágica.
En otra mesa, un pequeño llamaba la atención por la forma en que sujetaba el plato vacío: Alex Sosa, que salía por primera vez de Sevilla con sus padres para visitar París y sus encantos, multiplicados en ese lugar, usaba el plato como volante de un imaginario bólido. En poco tiempo ese sueño lo llevaría a toda velocidad por las pistas de Go Karts, hasta lograr su primer campeonato mundial.
Jeudi Jerezzi, un escritor sin fama –aún– los miraba a todos. No pasó desapercibida a su aguda observancia la magia que invadía el lugar. Él no comía, casi nunca, sólo escribía y escribía mientras en aisladas pausas, rascaba su barba y echaba una sistemática mirada al entorno que mostraban sus gafas, mientras bebía un poco de armañac. Estaba por colocar el punto final a su más grande obra, más de trescientas hojas sueltas llenaban la mesa. La inspiración era impulsada por la euforia contenida en el sitio.
Cinco chicas serbias sentadas al fondo, cada cual con su rasgo personal de belleza, perdían la timidez mientras comían, bebían y miraban. Los meseros inclusive, contagiados tal vez por la música, transportaban las viandas con cadencia, en charolas plateadas, pulidas al espejo, ejecutando a la perfección el arte de ganarse las propinas.
Ajeno a todo y a todos –en un principio– estaba Michel Lafont. Él no festejaba nada ni esperaba a nadie. Se detuvo en este restaurant de pasada a la oficina, porque ya no alcanzaba a ir a casa. Lo perseguía una ajetreada tarde por venir, así como la firma de un jugoso contrato con una empresa telefónica. Deglutía su bistec de prisa, sin percatarse del singular ambiente que mezclaba los destinos y las alegrías de todos los presentes.
Nunca sabré si fue un condimento especial en la comida, o una etérea fragancia de embrujo, pero en un instante ya todos bailaban; los abogados con las serbias, Monsieur Renoir con su esposa, el escritor con las niñas. Michel se contagiaba de la magia; la bruma invisible se metía, subyugando desde las vitrinas. Las 5 chicas extranjeras –que no hablaban francés– desnudaban su alma saboreando la libertad. La calidez invitaba a despojarse de envolturas.
La pareja de enamorados entrelazaba sus sueños y los cabellos y los labios y los demás reían y bailaban sobre las sillas y las mesas; cada vez era más fuerte el brillo de las miradas y las caras y los cuerpos y los muebles; en esa danza la energía aumentaba en lugar de cansar. Se aceleraba el furor suspendido en el aire. Por un instante radiante la alegría de toda la gente al interior del restaurant fulgía cada vez más.
Flash…
― ¿Encontró restos del artefacto explosivo, inspector?
― No. Sigo reuniendo objetos que me aporten pistas sobre las identidades de los cuerpos; necesito más bolsas pequeñas.
Fue instantáneo. Los diarios apuntarán: “Atentado terrorista en París, frente a un restaurant”. Nadie dirá una palabra de los sueños desgarrados.
El fuego arrastró realidades. Un vacío inexorable posterior al estallido empujó a todos a una dimensión atomizada que esparció fragmentos de existencia, vahos de ilusiones, futuros diseminados que narran un momento difuso.

Aquí yacen los destinos mutilados. Es algo que tampoco pondré en mi reporte.

Fantastrágico

Las últimas aventuras de Juancho Reyes

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Un avión 727 decidió estrellarse en la sierra de los huicholes, a unos 220 kilómetros de la civilización. No se han encontrado restos ni cadáveres. Se sabe que en este fantastrágico vuelo viajaba el célebre actor Juancho Reyes, famoso por su actuación en la película Los Sobrevivientes del Avionazo laureada por la crítica gracias a su brutal realismo y defectos especiales.
El ejército, suspendió la búsqueda debido al puente del día del trabajo, por lo que el rescate continuará cuando terminen las fiestas del día de la madre. Sobre el famoso actor, su representante informó a este medio no saber aún su paradero, pero asegura que ya firmó el contrato para Los Sobrevivientes del Avionazo II, que superará a la primera en realismo.
.  .  .
— Que madrazo, José; el avión no sé por qué motivo perdió altura, renunció a la vida y quiso arranarse sobre la arbolada; hizo patitos y capiruchos, saltaron pedazos por todos lados: las alas por aquí, la cola por ningún lado, el frente y el cuerpo del jet se desparramaron entre los matorrales.
— ¿Y no viste al actorazo?
— No vi ni mais, el avión cayó re-lejos allá por el cerro del Huitzón, donde siembra su mota el coronel; ya sabes lo que le pasa al que se arrima.
.  .  .
“¿Qué pasó? ¿No sabes dónde estás? Es muy espesa la arbolada... Momento, ya empiezas a recordar... No puedes mover tu pierna, ¡ah! el dolor es inaguantable; No te rajes soldado, no es la primera vez que enfrentas algo así; ¡Arrástrate! Detrás de aquellos matorrales se ve movimiento. Acércate... es pino... es pirúl... es... es tu gente, ya la hiciste... háblales... ordénales... grítales...”
Ratatatatatatat
“Mejor no hubieras dicho nada”.
.  .  .
— ¿Quiere café o refresco?
— ¿No sabe quién soy?
— No señor, disculpe...
— Pregúntele a la gorda de allá adelante, ella me pidió un autógrafo ¿No ha visto mi película “Tarchán más mono que hombre"?
— No señor, no voy al cine...
Juancho Reyes, mamacita, con 4 nominaciones. Si te portas bien hasta te invito a salir.
— Gracias no, si salgo ahora me mato. Estamos a 10 mil pies. Ha de disculparme Don Juancho, pero seguido vuelan personalidades con nosotros. Allá mismo en el asiento 83 está Joseangel Rendón, autor del libro Fantastrágico y por allá en los asientos caros va el Coronel Q, quien luego de encarnizada batalla contra el narcotráfico logró capturar al capo Rolando Mota, su primo... ¿Gusta paté francés o alguna otra cosa?
— Quisiera conocer la cabina del piloto.
.  .  .
"Hombre/árbol, hombre/ave, hombre/tierra. Chamán-Dios-Planeta, vive siendo par-te de ellos. La comunión de la quintaesencia que permite el balance de la naturaleza. Tu/agua yo/viento y mi sangre huichol alimentará esta tierra y seremos árbol y ave y podremos volar. Hombre/ave, hombre/tierra, hombre/pino... ¿serán pinos o pirules? Quién sabe, se ve re-lejos la sierra desde acá arriba. No me está gustando el cuento.
(Mmh que rico jamón del diablo, hasta parece paté) empezaré de nuevo:”
Extasiaba el hecho de sabernos a miles de metros de altura. La mística comenzó a invadirnos por un raro elixir que la compañía aviadora suministra y que por algún extraño motivo no mencionó en el tríptico de "Viaje ahora, pague con lo que pueda", que me animó a volar a pesar de mi aerofobia.
La música, sin volverse protagónica, subió y subió el volumen, inyectando a los huesos un dengue rítmico/erótico/picoso que nos obligaba a mover el cuerpo, liberarlo de prendas y unirlo a otros cuerpos en una completa invitación cognoscitiva de lo externo e interno.
De pronto una chica guapa se paró a bailar y yo le hice segunda. Un actor de tercera pasó junto a mí del brazo de una cuarta aeromoza, no sé a dónde lo llevaba. Luego pasó una quinta con cara de asustada, quizá por el desmadre que nos cargábamos con ese dancing porno.
.  .  .
— Que aburrido es esto de cuidar los plantíos del coronel, con tanto calor y tanto mosquito. Lo bueno es que mañana por la tarde nos releva otra patrulla.
— Sargento García, ¿No vio el avionazo? Pasó muy cerca ¿Quiere que vayamos a ver?
— ¿Desde cuándo un cabo da instrucciones, pendejo? ¡Cuádrese!... ¡muestre el arma! Tiene órdenes estrictas de cuidar este plantío y disparar al que se acerque.
— Sí, pero...
— iSilencio!, alguien se acerca... ya sabe qué hacer, cúbrase... ¡dispare!...
Ratatatatatatat.
.  .  .
— ¿Así que usted es el auténtico Juancho Reyes?
— El mismo, capitán, se ve que usted si es conocedor del buen cine.
— Lo vi en "El Retorno del Cobarde IV", fíjese que en persona no se ve tan jotolón ¿Quería conocer la cabina?...
— ¡Capitán... el paté está echado a perder y los pasajeros están intoxicándose; ya comienzan a alucinar...
— ¿Para qué sirve este botón rojo, capitán?
— ¡No Juancho Noooo!...

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Por fin fueron encontrados los restos del vuelo 802 Luego de la oportuna e incansable intervención de elementos del ejército, en particular del Sargento García, fue posible localizar el fatídico avión. Desgraciadamente se confirma que perdieron la vida el famoso Juancho Reyes, así como el Coronel Q, toda la tripulación y 89 pasajeros. Uno de los sobrevivientes, quien fue encontrado desnudo y hasta el momento no ha sido identificado, se encuentra en un misterioso estado de coma y repite únicamente las palabras hombre/ave, hombre/paté,  hombre/pum.
Ya se preparan los homenajes fílmicos en memoria del gran actor.
.     .     .
— Oye José; que relajo traían los sardos con eso del avionazo ¿verdá?
— ¿Siempre juites a ver?
— Agüilson, me traje unas latitas de carne molida, bien sabrosa, quesque paté ¿Quieres una?
— iÓrale!

— También me encontré una cajita negra que no he podido abrir.