domingo, 18 de noviembre de 2012

Monológica



Hoy es de noche. Es el último día del invierno, es el fin. Estoy al filo del tiempo.
Nunca nadie quiso dar crédito a mi versión. El aire fresco del amanecer se colaba desde el apolillado portón, pasando por el solitario y estrecho pasillo entre las macetas y los cilindros de gas hasta el segundo patio, hasta adentro de los huesos. Me ayudaba a despertar cuando salía -fastidiado, como siempre- de esa vecindad.
Yo la vi. La vi entrar al doce justo antes de que él muriera; Con un vestido pegadito que le bordeaba la espalda imitando su perfección, y terminaba exacto donde aún es permitido. Su piel, demasiado blanca, de suave tacto a la vista, cómo el satín del negro de su vestido, que transparentaba sensualidad. De cabellera abundante que no me dejó ver su cara y ondulaba con el viento embrollándose con su escasa vestidura; Al verla se me quitó el frío. Sólo la contemplé un segundo. No la volví a ver.
Luego se escuchó el estruendo. Corrí de inmediato al lugar, tropezando entre las quebradas baldosas. Crucé la puerta de fierro y casi caigo de la impresión. Ahí estaba el Ranas, Derrumbado en el piso, con los ojos mirando a ninguna parte. Con un agujero como de rondana en la sien, que le atravesaba la cabeza. Con el cabello y la mugre revueltos con sangre, con la sangre haciendo arroyos por las grietas del piso de cemento, que llegaban hasta la pistola, tirada cerca del cuerpo. Con toda esa gelatina visceral embarrada en el muro. Sin nada más en esas angostas cuatro paredes que una mugrosa mesa y un oxidado camastro.
Yo nunca había visto un muerto. Por eso me quedé inerte, petrificado. Hasta que llegaron Doña Leo y todas las otras como parvada. Fue cuando empezó el desmadre. Llantos, gritos, cuchicheos, desconcierto. Caras de inquisición y desconsuelo. Nadie quiso tocar nada. No tardaron los azules en tomar cuestión del caso. Yo permanecí inmóvil, mirando el cadáver del Ranas. Mirando lo que quedaba.
Los polis cargaron con todos. Con las viejas curiosas que en sus manos llevaban el pan o la leche, o la ropa para lavar. Con los esposos modorros que se tragaban su ayuno. Nos subieron en varias perreras y nos llevaron a la delegación. A mí ya no me soltaron.
Por eso estoy aquí. En esta celda más fría que el futuro que me espera y más oscura que mi desesperanza. Tratando de comprender, escudriñando en el recuerdo porqué todo se puso en mi contra.
Duré tres días sin levantarme a causa de la madriza. Los pinches judiciales jadeaban de puro gusto torturando mi desnudez por fuera y por dentro. El baño de agua helada, los tehuacanazos, los chicharrazos donde más duele. Debatían en desquitar en mí todo su rencor, con la saña de perros de pelea. Cada turno más ingratos, cada tanda más intensa. Y yo sólo repetía entre chillidos que cada vez más parecían sollozos, que cada minuto más parecían súplicas: "fue la mujer de negro, yo la vi entrar al cuartucho, justo antes de que él muriera”.
Las lenguas viperinas confabularon en mi contra. Todas las que llegaron corriendo a saciar su curiosidad. "El era el único que estaba en el cuarto ­dijeron- a un ladito del muerto". Me achacaron milagros y delitos que yo ni en cuenta. Que me iba a las azoteas, más allá de los mecates de los viejos tendederos, y me ponía a fumar mis carrujos. Y que ya loco cantaba sólo y caminaba equilibrándome en los pretiles, blasfemando contra los simples mortales. Que apenas dos días antes me había bronqueado con el Ranas. Pobre bato. Ya debía seis meses de renta, y como yo era el cobrador de la vecindad -a cambio de esa pocilga en el segundo patio- por eso todos me odiaban, por eso le reclamé el Ranas y amenacé con correrlo, pero no pasó de ahí. Me daba lástima verlo tan jodido. Criticaron hasta mi oficio de poeta de banqueta. Todos me envidian porque veo en el horizonte algo más que cemento, en el cielo algo más que humo, porque vivo sin ataduras, porque soy libre... lo era.
Dijeron otras mil cosas, no pararon de hablar por horas. Que sin pudor llevaba hasta mi tugurio a mujeres de mala nota. Aseguraron que estoy infecto de horribles enfermedades. Y nadie vio a la de negro. Eso fue lo que me hundirla.
Estoy sólo y sin salida. Muy temprano vino el padre a tomar mi confesión. También me tiró de a Lucas. Pidió el perdón de mi alma pero nada hizo por mí. Solamente dijo: "haz un acto de conciencia, hijo mío". Le grité desesperado "maldita sea, mi conciencia lo sabe todo, está limpia, pero no puede salvarme".
Un interminable pasillo me conduce a la cámara donde el final me espera. Mis pasos, sin fuerza y sin prisa en llegar avanzan por inercia. Las viejas locas están ahí presentes para regodearse del espectáculo, para saciar el morbo senil que las llevó a culparme. Todo está listo. Todo es silencio. Puedo verlas arrepentirse en el último momento. Pero... ¿qué surge entre los espectadores? Es la mujer de negro, que se acerca hasta los controles del funesto interruptor.
"Ahí está la mujer que les dije -intento gritar con todas mis fuerzas- ella es la que mató al Ranas". Pero un golpe en los nervios me paraliza el habla, me azota como un relámpago. Una corriente que me quema por dentro, haciendo arder mis venas... insoportable. Sudando gotas de carne carbonizada, entre convulsiones y desesperados gemidos veo como ella se acerca a mí, puedo ver su cara.
Ahora ya no importa nada... ahora lo sé todo.

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