Hoy es de noche. Es el último
día del invierno, es el fin. Estoy al filo del tiempo.
Nunca nadie quiso dar crédito
a mi versión. El aire fresco del amanecer se colaba desde el apolillado portón,
pasando por el solitario y estrecho pasillo entre las macetas y los cilindros
de gas hasta el segundo patio, hasta adentro de los huesos. Me ayudaba a
despertar cuando salía -fastidiado, como siempre- de esa vecindad.
Yo
la vi. La vi entrar al doce justo antes de que él muriera; Con un vestido
pegadito que le bordeaba la espalda imitando su perfección, y terminaba exacto
donde aún es permitido. Su piel, demasiado blanca, de suave tacto a la vista,
cómo el satín del negro de su vestido, que transparentaba sensualidad. De
cabellera abundante que no me dejó ver su cara y ondulaba con el viento
embrollándose con su escasa vestidura; Al verla se me quitó el frío. Sólo la
contemplé un segundo. No la volví a ver.
Luego
se escuchó el estruendo. Corrí de inmediato al lugar, tropezando entre las
quebradas baldosas. Crucé la puerta de fierro y casi caigo de la impresión. Ahí
estaba el Ranas, Derrumbado en el piso, con los ojos mirando a ninguna parte.
Con un agujero como de rondana en la sien, que le atravesaba la cabeza. Con el
cabello y la mugre revueltos con sangre, con la sangre haciendo arroyos por las
grietas del piso de cemento, que llegaban hasta la pistola, tirada cerca del
cuerpo. Con toda esa gelatina visceral embarrada en el muro. Sin nada más en
esas angostas cuatro paredes que una mugrosa mesa y un oxidado camastro.
Yo
nunca había visto un muerto. Por eso me quedé inerte, petrificado. Hasta que
llegaron Doña Leo y todas las otras como parvada. Fue cuando empezó el
desmadre. Llantos, gritos, cuchicheos, desconcierto. Caras de inquisición y
desconsuelo. Nadie quiso tocar nada. No tardaron los azules en tomar cuestión
del caso. Yo permanecí inmóvil, mirando el cadáver del Ranas. Mirando lo que
quedaba.
Los
polis cargaron con todos. Con las viejas curiosas que en sus manos llevaban el
pan o la leche, o la ropa para lavar. Con los esposos modorros que se tragaban
su ayuno. Nos subieron en varias perreras y nos llevaron a la delegación. A mí
ya no me soltaron.
Por
eso estoy aquí. En esta celda más fría que el futuro que me espera y más oscura
que mi desesperanza. Tratando de comprender, escudriñando en el recuerdo porqué
todo se puso en mi contra.
Duré
tres días sin levantarme a causa de la madriza. Los pinches judiciales jadeaban
de puro gusto torturando mi desnudez por fuera y por dentro. El baño de agua
helada, los tehuacanazos, los chicharrazos donde más duele. Debatían en
desquitar en mí todo su rencor, con la saña de perros de pelea. Cada turno más
ingratos, cada tanda más intensa. Y yo sólo repetía entre chillidos que cada
vez más parecían sollozos, que cada minuto más parecían súplicas: "fue la
mujer de negro, yo la vi entrar al cuartucho, justo antes de que él muriera”.
Las
lenguas viperinas confabularon en mi contra. Todas las que llegaron corriendo a
saciar su curiosidad. "El era el único que estaba en el cuarto dijeron- a
un ladito del muerto". Me achacaron milagros y delitos que yo ni en
cuenta. Que me iba a las azoteas, más allá de los mecates de los viejos
tendederos, y me ponía a fumar mis carrujos. Y que ya loco cantaba sólo y
caminaba equilibrándome en los pretiles, blasfemando contra los simples
mortales. Que apenas dos días antes me había bronqueado con el Ranas. Pobre
bato. Ya debía seis meses de renta, y como yo era el cobrador de la vecindad -a
cambio de esa pocilga en el segundo patio- por eso todos me odiaban, por eso le
reclamé el Ranas y amenacé con correrlo, pero no pasó de ahí. Me daba lástima
verlo tan jodido. Criticaron hasta mi oficio de poeta de banqueta. Todos me
envidian porque veo en el horizonte algo más que cemento, en el cielo algo más
que humo, porque vivo sin ataduras, porque soy libre... lo era.
Dijeron
otras mil cosas, no pararon de hablar por horas. Que sin pudor llevaba hasta mi
tugurio a mujeres de mala nota. Aseguraron que estoy infecto de horribles
enfermedades. Y nadie vio a la de negro. Eso fue lo que me hundirla.
Estoy
sólo y sin salida. Muy temprano vino el padre a tomar mi confesión. También me
tiró de a Lucas. Pidió el perdón de mi alma pero nada hizo por mí. Solamente
dijo: "haz un acto de conciencia, hijo mío". Le grité desesperado
"maldita sea, mi conciencia lo sabe todo, está limpia, pero no puede
salvarme".
Un
interminable pasillo me conduce a la cámara donde el final me espera. Mis
pasos, sin fuerza y sin prisa en llegar avanzan por inercia. Las viejas locas
están ahí presentes para regodearse del espectáculo, para saciar el morbo senil
que las llevó a culparme. Todo está listo. Todo es silencio. Puedo verlas
arrepentirse en el último momento. Pero... ¿qué surge entre los espectadores?
Es la mujer de negro, que se acerca hasta los controles del funesto
interruptor.
"Ahí
está la mujer que les dije -intento gritar con todas mis fuerzas- ella es la
que mató al Ranas". Pero un golpe en los nervios me paraliza el habla, me
azota como un relámpago. Una corriente que me quema por dentro, haciendo arder
mis venas... insoportable. Sudando gotas de carne carbonizada, entre
convulsiones y desesperados gemidos veo como ella se acerca a mí, puedo ver su
cara.
Ahora
ya no importa nada... ahora lo sé todo.
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