domingo, 18 de noviembre de 2012

Los Tres Deseos de Doña Chole (O de por qué el Pechugas no come Pollo Kentucky)



-Ya no chilles pinche Pechugas, vas a llenar tu chela de mocos. Mejor pásame la 12 de estrías, y si no me vas a ayudar de perdido cuéntame cómo te fue en Acapulco. ¿No pellizcaste a ninguna güera?-
Alonso Anastasio Pérez Jiménez, “El Pechugas", 20 años. Hijo de Doña Chole. Huérfano de padre desde los dos años, nunca había tenido un gusto. "Los sueños son objetos brillosos que sólo los riquillos pueden rescatar de los aparadores”, pensaba un niño que acompañaba a su madre a limpiar los tiraderos que sobrevivían al tianguis dominical de la calle Arroyo de la Plata, para luego pepenar entre el basural y hasta en las coladeras, a ver qué valía la pena apartar: fierros muertos, sábanas de cartón y esporádicamente alguna moneda prófuga de un cambio mal dado. Repensaba un hombre desde el rincón más sucio del cuarto de herramienta del taller del "Cántaro ubicado en la Avenida Morelos donde trabajaba de chalán.
-Los sueños son objetos brillosos...
-No manches, Pechugas, sacas de onda. Dame el repuesto del carburador y la llave Cressen. ¿Le gustó el viaje a Doña Chole?-
María Soledad del Refugio Jiménez viuda de Pérez. Cuarenta y ocho años. Bajita y robusta. De cara reacia endurecida por las pedradas de la vida y canas peinadas hacia atrás, esclavas de un cordel. Pepenadora, lavajeno, mandadera, comadrona, ropavejera y vendefierros. Madre del Pechugas, a quien con mano dura y partes de reciclaje le alcanzó a dar la primaria y le impidió irse de ratero. Único pariente en el mundo con quien compartía sus sueños en las noches luminosas, cuando se podía dormir sin sobresaltos, cuando la vida le daba permiso de soñar por un momento.
-Nada más tres deseos tenía mi jefa. No eran riquezas, ni lujos, ni galanazos. Eran tres deseos sencillitos y hasta baratos. Me los contaba cuando nos iba bien y sus ojos hacían luz. Sus manos se ablandaban y me abrazaba suavecito, acariciando mi pelo mientras su mente andaba por otro lado... por Acapulco.
Esa era su ilusión. le nació de mirar la tele en una casa de ricos donde le pasaban chamba, allá por la Sierra de Álica. Nadamás lo vio un ratito y le entró un gusto por ir allá que nunca lo olvidó. También por comer pollo Kentoqui, porque ese mismo día vio un anuncio, un solo anuncio de tele y era el del pollo Kentoqui. No eran como las gallinas flacas del Pollo de leche...
-Si por eso te pusieron Pechugas güey. Con la primera lana que ganaste corriste a la pollería a comprar unas pechugas y se las llevaste a Doña Chole para que las cocinara.-
Pero no es lo mismo. El pollo Kentucky es el pollo Kentucky. Está hecho con una receta secreta del pinche Coronel Sanders. Alonso lo supo ese día, cuando a su madre le dio gusto el detalle del mocoso, pero no era lo mismo. Dicen que cruje cuando lo muerdes y ni te embijas los dedos, sabe como a lo mejor que hayas comido. No era lo mismo.
-Estabas bien chavillo, pero saliste chambeador. Buen lavafierros y engrasador ...no como ahorita. Regresaste muy güevón de Acapulco.-
El Pechugas se hizo el obsesivo propósito de cumplir los deseos de su madre. Esa fijación lo llevó a guardar cada centavo ganado en el taller y cada peso de las piezas que se transeaba, hasta que después de muchos años juntó lana suficiente.
-Llevé a mi jefa al Kentoqui, pero al kentoqui Fray Chiquen de Acapulco. Ahí estaban todos sus deseos. Salimos de Zacatecas en puro camión pollero, de'sos que se paran en cada rancho y que tienen el polvo incluido. Llegando allá luego luego nos fuimos caminando de la terminal hacia la costera Miguel Alemán. En el camino le compré una bonita ancla de barco hundido -símbolo del mar- que en "el kilo" no te darían más de tres pesos por ella, pero me costó 80.
Paseamos por donde caminan los artistas, por todos los hotelotes, los restoranes caros y las tiendas de ropa bonita. Ahí estaba el Kentoqui, en medio de un mundo de fantasía, todo limpiecito, con sus mesas rojiblancas y sillas blanquirrojas como de juguete; unas morras de dientes parejitos que me vendían hasta pasteles de sabores gabachos. Todo en bolsitas y empaques desechables. Tiras la mitad de lo que compras. Qué bueno que mi jefa no limpiaba esos desmadres.-
Entraron al local muy ariscos, arrastrando el polvo y el olor a gallina que les había heredado el camión. Arrastrando el ancla que pesaba como santocristo, con la ropa pegada al sudorcuerpo. La gente los miró como a extranjeros, más bien como a limosneros.
-Si no quieren que vayan los jodidos, ¿Para qué se anuncian tanto?-
La encargada los miró como botaturistas y los atendió rápido para que se fueran. Compraron un paquete-doce-deliciosas-piezas-con-bollos-ensalada-y-puré-que-parece-betún y se sentaron a comerlo cerca de la ventana que daba al mar.
-Mi madrecita se sentía orgullosa de mí. Su Alonsito, el chamaco que había sido una carga en su vida, le estaba cumpliendo sus tres deseos. Sus ojitos lanzaban luz como en las noches de los sueños. Luz húmeda como de tristeza con aire de nomelacreo. Yo, contento empecé a desenvolver las piezas del paquete y se las acerqué a mi jefa para que tomara a su gusto.
Ella era feliz mi Cántaro, por primera vez en su vida era feliz, mecái.
-¿y cuál era su tercer deseo?
-Estaba incómoda por las miradas de la gente y se apuró a terminar, mientras yo miraba lo grandísimo que era el mar. De pronto un resuello la atragantó, se puso tiesa. De un impulso hacia atrás rompió la silla. Su pesado cuerpecito cayó al piso. Gemía. Clavaba los ojos en el techo. Se apretaba el cuello con sus manos. Se puso morada. Luego dejó de moverse.-
Doña Chole Jiménez murió el 20 de mayo de 1972, frente a su hijo Alonso Anastasio, muy cerca de sus deseos, en una sucursal de conocido restaurant de pollos, asfixiada por un hueso intruso. Ante el asco y el asombro de turistas y empleadas, que rápidamente le ayudaron a sacarla a la banqueta con todo y ancla. Al morir, pensaba en el mar.
-¿Y cuál era el otro cabrón deseo, Pechugón?
-La cargué yo solito, como pude, largo rato por toda la bahía. Alquilé una barca y nos fuimos mar adentro. Su tercer deseo era bañarse en el mar. La enterré como entierran a los capitanes de barco. Con los honores que me permitió el llanto y con el ancla que le había comprado bien amarrada a sus brazos. No había más. Cuando la solté al mar, todavía le brillaban los ojitos y hasta parece que sonreía.
-Pobre Doña Chole, tan buena que era... pero si no me vas a ayudar, mejor lárgate a empedar a otro lado.

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