Ahí estaba él, como si el tiempo no hubiera pasado. Como si diez
años fueran la mitad de nada. Igual, con su cabello rizado, su mirada de
matalasvolando y su complexión no cambiaron. Una vez más sentí envidia de él.
Yo con mi panza pozolera que hablaba de un treintañero dejado por el olvido,
con las incontables crudas hinchadas en mi cara. Y él... parecía que había
pasado un solo día: Musculoso y bien parecido. Tan lleno de vida y yo tan lleno
de vacío. Yo tan sólo y él... él con ella, seguramente.
Me acerqué a ver si me reconocía. Su semblante no se dio por
aludido. Pensé en abordarlo y me arrepentí. Pero tenía que preguntarle por
ella, por Lucrecia. Quería saber qué fue de la mujer que me robó.
-¿Jesús? Le dije con mi mejor cara de sorpresa.
-No Señor, no soy Jesús.
-Te pareces tanto que pensé...
-Tuve un hermano mayor llamado Jesús, muy parecido a mi, pero
murió el año pasado.
¡Se murió el cabrón!. Qué ironía de la pinche vida. Él, con todo
el carisma y dinero y la mejor vieja del barrio y se petateó. Yo, con mi vida
hecha mierda, que tantas veces quise morir y ahí estaba: Con mi decrepitud
prematura, con la pobreza extrema...
Con el camino libre.
Dejé al patán del cabello rizado hablando solo. Anduve caminando
de un lado a otro, a lo pendejo, pensando qué hacer... Ella estaba viuda. Ella
estaba sola. Lucrecia estaba esperándome.
Sé que si Jesús no se hubiera interpuesto con su guapura y aplomo,
Lucrecia se habría casado conmigo, dando color a mi vida; calor a mis noches
con su cuerpo excitante. Hubieran sido míos su cadera y sus muslos que tantos
sueños humedecieron, su pecho en el que dormí los inviernos de soledad, su
carita de musa que había tomado ya el color de las paredes del cuarto en que
malvivo.
Tantas veces pensé que si Jesús no existiera... Los dioses del
averno, habían escuchado mis oscuros ruegos. Mi vida tornó sentido hacia un
rumbo perdido hacía diez años, hacia Lucrecia, la de la cintura esbelta, la de
senos estrambóticos, mentón perfecto, boca sacrosanta de sabor indescriptible,
ojos de almíbar. Hacia la procreadora de sueños. Hacia... ¿Hacia dónde? ¿Dónde
vivía ahora el amor de mi vida?
Pensé en contratar un investigador privado, pero eso cuesta. Sin
embargo, estaba iluminado por una fuerza divina... “En un agujero del tiempo
existe un día, un solo momento para premiar a los jodidos". Ese era mi
día. Entre todos los nombres de tanto desconocido del directorio telefónico, encontré
el de Jesús. Corrí a la dirección que daba referencia el nombre, haciendo
escala en un jardín para robar unas flores.
Tal cual soy, me paré frente a la puerta que marcó el destino para
ese encuentro con el pasado, con el pedazo de vida que me quitó la vida... Para
reconciliarme con la suerte. No supe si golpear la puerta o tocar el timbre.
Hago las dos cosas. La espera es como de diez años. Como de
tresmilseiscientoscincuentaydos noches de éxtasis reprimido. Diez años son la
mitad de nada, pero la espera del destino es eterna.
Pasos y sonido de bisagra interrogante. Por fin los deseos
transgreden la dimensión.
“iPinche Jesús! ¿No que te habías muerto?"
Estalla la exclamación de los sueños rotos. De quién sabe cuántos
miles de noches que faltan. De sorpresa al ver el fantasma que rondó mi
desgracia y habitó el fondo de todos los vasos de aguardiente que se instalaron
en mi úlcera.
“Trágame tierra, por Dios".
-¡Pinche Xenobio!. Mira cómo estás panzón y colorado.
-¡Jesús Ugarte, qué sorpresa!. Creo que me equivoqué de dirección.
-Pásale pinche Guajolote ¿De qué chingados te sorprendes?
-Me dijo tu hermano que habías muerto.
-¿Cuál hermano güey? Si soy hijo único. Apuesto que quieres ver a la Lucrecia. Pásale
y no te hagas pendejo, sé que siempre te gustó, Guajo; tienes que verla...
Está hecha una marrana.
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