-Ya no chilles pinche Pechugas, vas a llenar tu chela de mocos.
Mejor pásame la 12 de estrías, y si no me vas a ayudar de perdido cuéntame cómo
te fue en Acapulco. ¿No pellizcaste a ninguna güera?-
Alonso Anastasio Pérez Jiménez, “El Pechugas", 20 años. Hijo
de Doña Chole. Huérfano de padre desde los dos años, nunca había tenido un
gusto. "Los sueños son objetos brillosos que sólo los riquillos pueden
rescatar de los aparadores”, pensaba un niño que acompañaba a su madre a
limpiar los tiraderos que sobrevivían al tianguis dominical de la calle Arroyo
de la Plata,
para luego pepenar entre el basural y hasta en las coladeras, a ver qué valía
la pena apartar: fierros muertos, sábanas de cartón y esporádicamente alguna
moneda prófuga de un cambio mal dado. Repensaba un hombre desde el rincón más
sucio del cuarto de herramienta del taller del "Cántaro ubicado en la Avenida Morelos
donde trabajaba de chalán.
-Los sueños son objetos brillosos...
-No manches, Pechugas, sacas de onda. Dame el repuesto del
carburador y la llave Cressen. ¿Le gustó el viaje a Doña Chole?-
María Soledad del Refugio Jiménez viuda de Pérez. Cuarenta y ocho
años. Bajita y robusta. De cara reacia endurecida por las pedradas de la vida y
canas peinadas hacia atrás, esclavas de un cordel. Pepenadora, lavajeno,
mandadera, comadrona, ropavejera y vendefierros. Madre del Pechugas, a quien
con mano dura y partes de reciclaje le alcanzó a dar la primaria y le impidió
irse de ratero. Único pariente en el mundo con quien compartía sus sueños en
las noches luminosas, cuando se podía dormir sin sobresaltos, cuando la vida le
daba permiso de soñar por un momento.
-Nada más tres deseos tenía mi jefa. No eran riquezas, ni lujos,
ni galanazos. Eran tres deseos sencillitos y hasta baratos. Me los contaba
cuando nos iba bien y sus ojos hacían luz. Sus manos se ablandaban y me
abrazaba suavecito, acariciando mi pelo mientras su mente andaba por otro
lado... por Acapulco.
Esa era su ilusión. le nació de mirar la tele en una casa de ricos
donde le pasaban chamba, allá por la
Sierra de Álica. Nadamás lo vio un ratito y le entró un gusto
por ir allá que nunca lo olvidó. También por comer pollo Kentoqui, porque ese
mismo día vio un anuncio, un solo anuncio de tele y era el del pollo Kentoqui.
No eran como las gallinas flacas del Pollo de leche...
-Si por eso te pusieron Pechugas güey. Con la primera lana que
ganaste corriste a la pollería a comprar unas pechugas y se las llevaste a Doña
Chole para que las cocinara.-
Pero no es lo mismo. El pollo Kentucky es el pollo Kentucky. Está
hecho con una receta secreta del pinche Coronel Sanders. Alonso lo supo ese
día, cuando a su madre le dio gusto el detalle del mocoso, pero no era lo
mismo. Dicen que cruje cuando lo muerdes y ni te embijas los dedos, sabe como a
lo mejor que hayas comido. No era lo mismo.
-Estabas bien chavillo, pero saliste chambeador. Buen lavafierros
y engrasador ...no como ahorita. Regresaste muy güevón de Acapulco.-
El Pechugas se hizo el obsesivo propósito de cumplir los deseos de
su madre. Esa fijación lo llevó a guardar cada centavo ganado en el taller y
cada peso de las piezas que se transeaba, hasta que después de muchos años
juntó lana suficiente.
-Llevé a mi jefa al Kentoqui, pero al kentoqui Fray Chiquen de
Acapulco. Ahí estaban todos sus deseos. Salimos de Zacatecas en puro camión
pollero, de'sos que se paran en cada rancho y que tienen el polvo incluido.
Llegando allá luego luego nos fuimos caminando de la terminal hacia la costera
Miguel Alemán. En el camino le compré una bonita ancla de barco hundido
-símbolo del mar- que en "el kilo" no te darían más de tres pesos por
ella, pero me costó 80.
Paseamos por donde caminan los artistas, por todos los hotelotes,
los restoranes caros y las tiendas de ropa bonita. Ahí estaba el Kentoqui, en
medio de un mundo de fantasía, todo limpiecito, con sus mesas rojiblancas y
sillas blanquirrojas como de juguete; unas morras de dientes parejitos que me
vendían hasta pasteles de sabores gabachos. Todo en bolsitas y empaques
desechables. Tiras la mitad de lo que compras. Qué bueno que mi jefa no
limpiaba esos desmadres.-
Entraron al local muy ariscos, arrastrando el polvo y el olor a
gallina que les había heredado el camión. Arrastrando el ancla que pesaba como
santocristo, con la ropa pegada al sudorcuerpo. La gente los miró como a
extranjeros, más bien como a limosneros.
-Si no quieren que vayan los jodidos, ¿Para qué se anuncian
tanto?-
La encargada los miró como botaturistas y los atendió rápido para
que se fueran. Compraron un
paquete-doce-deliciosas-piezas-con-bollos-ensalada-y-puré-que-parece-betún y se
sentaron a comerlo cerca de la ventana que daba al mar.
-Mi madrecita se sentía orgullosa de mí. Su Alonsito, el chamaco
que había sido una carga en su vida, le estaba cumpliendo sus tres deseos. Sus
ojitos lanzaban luz como en las noches de los sueños. Luz húmeda como de
tristeza con aire de nomelacreo. Yo, contento empecé a desenvolver las piezas
del paquete y se las acerqué a mi jefa para que tomara a su gusto.
Ella era feliz mi Cántaro, por primera vez en su vida era feliz,
mecái.
-¿y cuál era su tercer deseo?
-Estaba incómoda por las miradas de la gente y se apuró a
terminar, mientras yo miraba lo grandísimo que era el mar. De pronto un
resuello la atragantó, se puso tiesa. De un impulso hacia atrás rompió la
silla. Su pesado cuerpecito cayó al piso. Gemía. Clavaba los ojos en el techo.
Se apretaba el cuello con sus manos. Se puso morada. Luego dejó de moverse.-
Doña Chole Jiménez murió el 20 de mayo de 1972, frente a su hijo Alonso
Anastasio, muy cerca de sus deseos, en una sucursal de conocido restaurant de
pollos, asfixiada por un hueso intruso. Ante el asco y el asombro de turistas y
empleadas, que rápidamente le ayudaron a sacarla a la banqueta con todo y ancla.
Al morir, pensaba en el mar.
-¿Y cuál era el otro cabrón deseo, Pechugón?
-La cargué yo solito, como pude, largo rato por toda la bahía.
Alquilé una barca y nos fuimos mar adentro. Su tercer deseo era bañarse en el
mar. La enterré como entierran a los capitanes de barco. Con los honores que me
permitió el llanto y con el ancla que le había comprado bien amarrada a sus
brazos. No había más. Cuando la solté al mar, todavía le brillaban los ojitos y
hasta parece que sonreía.
-Pobre Doña Chole, tan buena que era... pero si no me vas a
ayudar, mejor lárgate a empedar a otro lado.