martes, 4 de diciembre de 2012

Perros Lejanos


(2000)

El segundo plaquette de Joseangel Rendón Delatorre incluye la novela corta (o nouvelle) “Perros Lejanos”, con un tiraje de 500 ejemplares y promoción en estados circunvecinos, similar a la de su primera publicación. Años más tarde el autor agrega a la historia un final personal "Le debía a la protagonista".




Los cuervos barrían la tarde con su pesado presagio. Planeaban buscando acomodo en la cordillera de los postes de luz que va de la mano del terregoso camino a San Macario. Dos cerros bajaban en loma perdiéndose al punto de esconder las pocas casas de adobe y lámina, presumiendo únicamente la torre de la iglesia. Docenas de tímidos álamos se hacían llamar jardín principal sólo porque algunos arriates de cemento les daban alcurnia; su único oficio era ver morir los días, morir de polvo y aburrimiento. Matar las horas entre callados morantes y repiqueo de bolas de billar que eructaba la cantina. Descuartizar los minutos en espera del mejor momento de la jornada, cuando la tarde pedía ser noche, cuando la noche pedía verla salir de la casa grande, con ese porte que sólo Basilia tenía.
Ella estaba marcada para ser hermosa, como tarde dormida, con su cabello vivaz atrayendo la envidia de casadas amargosas y solteras quedaderas, que pasaban la tarde tejiendo, con un ojo al gancho y otro a la ventana. Salía su cuerpo de fresco como altar de virgen y de suave como las pieles tersas de las estrellas de cine, que ni el polvo reseco de todo el semidesierto se atrevía a tocar.
Se volvía fiesta muda su paseíllo por el centro del jardincete. La arboleda abría paso al andar garboso; siempre antes de las ocho y siempre rumbo a la farmacia, a recoger la prescripción de Doña Úrsula -su madre- quien por sus múltiples achaques escasamente salía los domingos a misa, y diario mandaba a su hija -según la dolencia del día- con una receta distinta, que el médico de la ciudad la había dado como remedio para cada uno de sus males.
Basilia estaba marcada para el silencio, si su padrastro la miraba cruzar palabras con alguien, era razón suficiente para no dejarla salir en días. Su cara dejaba de embellecer el jardín y la arquitectura de la casa grande. Una escasa sonrisa, acaso algún saludo con sus pestañas era todo su roce social.
San Macario no era un pueblo tan chico. Tenía su orquesta (más bien era un quinteto medio destartalado que todos los domingos por las mañanas tocaba las Díez melodías que sabía) también su casicuerpo de policía, formado por tres rancheros novedosos, muy torpes e iletrados, su único trabajo era hacer los rondines: uno a las 9 de la noche, cuando todos se iban a acostar y San Macario moría definitivamente; otro a las once para tocar retirada a los amantes ocultos y maridos cornudos; el último a la una de la mañana, nada más para ver si no había ningún fuereño haciendo sus raterías. En san Macario todos sabían de qué pie cojeaba cada cual.
Estaban además 4 ó 5 negocios alrededor de la plaza, entre los que destacaba la cantina/billar/centrodeespectáculos que además daba funciones de cine en el patio trasero; daba tan caro los vinos adulterados, que muchos -como Don roque, el padrastro de Basilia- preferían ir a la farmacia de Don Babas (un local a la antigüita con anaqueles blancos, frascos de soluciones muy acomodaditos) a comprar alcohol de caña para rebajarlo con soda.
Para Edgardo -dependiente/cargador/mandadero de Don Babas/boticario- el crepúsculo era la hora del no-respiro, todo el paseo de Basilia era para contener aliento, corazón y grito desencajado. Un rojo "TE AMO", "QUIERO ROBARTE UN BESO", se contraían a nivel del estómago, haciendo un cosquilleo sangriento en su lucha por salir, por estallar en caricias sobre el mismo mostrador. Pero el simple hecho de pensar en pensarlo le hacía bajar el alma a los talones; ya un viernes -cuando iba a comprar su alcoholito- el padrastro le puso una revolcada fuera de la farmacia, cuando intentaba acompañarla. A base de patadas en las costillas tuvo que entender que no podía dirigir palabra alguna con la niña. Tenía razones suficientes para no pensar ni una sana amistad con la muchacha -sin contar cuando Don Roque lo sorprendió mirando hacia la ventana de Basilia, fuera de la casa grande, aquella vez lo hizo correr a punta de balazos al aire.
"Hay minutos que parecen aire, minutos que parecen montañas ahogándonos con su peso. Minutos que desaparecen apenas ella se acercaba al mostrador de la farmacia, que no podían extenderse ni tan solo al pronunciar de dos palabras. Hay también minutos que duran horas, como esta espera y todas las esperas de todos los días que sólo pensé en decirle, en exhalarle un "TE AMO". Minutos que se incrustaron uno a uno en mi pensamiento buscando alguna solución. Cuando por fin se reunieron suficientes dando vueltas suficientes en mi cerebro, fue cuando di de golpe con la solución absoluta. En la receta doblada introduje una pequeña nota en un papel tan delgado que no sé hacia notorio:
TE AMO. NO PODRE VIVIR SIN TI.
Fue todo lo que se me ocurrió, fue todo lo que cupo en ese estrecho mensaje. No durmió mi corazón en ese fatigante día en que, como ahora, los minutos se alargaron tanto que pudo haber cabido toda una vida en ellos ¿y si no leyó la nota? ¿Si no se dio cuenta? ¿O si la descubrió Don Roque? ¿Y que le diré mañana? Tantas preguntas cupieron en tantos minutos de espera que no hubieran sido suficientes todas las palabras del mundo para responder mis dudas. Las dudas que se hicieron tan grandes como los minutos y los silencios. Silencio tan largo y tan hondo como el de esta espera cómplice de la noche y del pirul que me esconde paso a paso hasta cumplir el plazo que pensé desde la primera vez que respondió a mi declaración volcada en un pedazo de papel con una nota igual de pequeña, escondida en la receta contra la migraña y con una pregunta que agrandaba todas las preguntas que durante 24 horas me hice:
¿Cómo puedes amar algo que no conoces?"
Se disipaba una duda para Edgardo. Basilia contestó su nota. Sin embargo aparecían nuevas dudas, tantas como pudieran caber en la mente del boticario. El papelito abrió un enlace de comunicación, intercambio de palabras que Basilia ansiaba tanto como el muchacho, para salir de ese silencio en el que estaba encarcelada a causa de Don Roque, esa sombra panzona que bajo amenazas la reprimía y le hacía tragarse todo el afecto que su alma buena irradiaba, el amor que todo joven sueña en algún momento. Basilia encontró en esa nota una válvula de escape a la prisión que su padrastro construyó y que su madre, por preocuparse más por su salud, no advertía.
El silencio es el trono de la duda. Edgardo en espera nocturna no vislumbraba otra opción que la imposibilidad, la marea difusa de alternativas. El sordo eco de perros lejanos era la única respuesta a su expectación, cuyo solitario cómplice era un pirul.
El cuerpo policiaco daba la última ronda.
"La conozco. La conozco mejor que nadie" Pensaba cada crepúsculo en espera de los paseos de Basilia. Nadie como yo ha llegado tan lejos ni estado tan cerca de ella".
Basilia estaba marcada para el deseo. Cada paso entre la arbolada del jardín era un elemento más del inventario que hacía el boticario de la mujer más hermosa del pueblo.
"El tobillo es una sombra que intenta encaramarse por el barandal de la ventana de la sala hasta el balcón numero siete, de los nueve balcones rústicos con marco de cantera que forman la planta alta de la casa grande, de izquierda a derecha, la ventana número 7 corresponde al cuarto de Basilia, Ahí deja ver su silueta cuando cepilla su cabello y se pone el camisón, Su pantorrilla en movimientos exactos sostiene la monumental belleza",
     ¿Crees que sin conocer el aire no necesito respirarlo?
     "Su rodilla, tan limpia y tan tersa, asoma a cada paso para dar un toque sensual a su caminar"
     En el aire viajan los pájaros, caen las nubes y vuelan los sueños ¿qué tiene que ver eso con respirar?
"Dentro de su vestido esconde unos muslos tan delicados", ahí viajé algunas veces en mis sueños diurnos, detrás del mostrador",
No necesito el aire para transportar mis sueños a través de la lluvia. No necesito ser ave para llegar al balcón y tocar en tu ventana, conocer tu perfume. No necesito respirar otra cosa que tu nombre.
"Su cintura se adivina como en un viaje a ciegas entre el polvo, encontrar una suave y segura piel donde aterrizar. Tomarla en mis manos, llevarla alto, muy alto".
Los poetas necesitan la realidad para exaltarla, el hombre necesita la tierra, la lluvia, un ave necesita otra ave para dedicarle su canto.
     "Su boca, sin decir nada, me da la voz de su silencio, la esperanza del roce; la puerta del exilio al final del huracán".
Yo te inventaré una nueva realidad, te llevaré volando en busca de otra tierra, nuestra tierra, dedicaré mi canto solo a ti.
"Sus ojos me intentaban decir algo. Querían volar conmigo, dejar el silencio obligado. Por primera vez tuve la idea de rehacernos el uno al otro en nuevas vidas. Abandonar este pueblo y su gente y su silencio; dejar a Don Roque con un palmo de narices, sin tener a quien arruinar su vida"
La voz se volvió papel, los labios se hicieron tinta. En la tirilla del registro de compra iban escondidos mensajes tan intensos que fueron capaces de calcinar murallas. Los muchachos encontraron en el sinfín de pequeñas misivas un camino para desahogar sus sentimientos.
En el pirul detrás de la Iglesia grabé con mi cuchillo un corazón que dice: B y E. Ahí te espero el viernes, después de la una de la mañana, para irnos caminando a buscar nuestra nueva vida. Al llegar a la ciudad nos casaremos en la iglesia de Santo Domingo y jalaremos para México. Allá buscaré un trabajo. Lleva pocas cosas para ir ligeros. Te amaré siempre.
En esta última carta Edgardo trazaba un plan maestro para escaparse con Basilia. En la prescripción de Doña Ursula adicionó un somnífero tan potente como para no despertar en muchas horas. Y para el alcohol que cada viernes compraba Don Roque... ¿somnífero o cianuro?
El viejo jijo de la tiznada no merecía menos; más de una vez el boticario menor había sentido ganas de despachárselo; mientras tragaba polvo de las botas del viejo o corría del fuego que lanzaba su pistola o tenía que escuchar sus amenazas. Edgardo tomaba su cuchillo de cachas blancas con gran fuerza mientras decidía el agregado para el alcohol. Con el mismo cuchillo abrió cuidadosamente la caja registradora y sacó 500 pesos. Suficientes para llegar a México. Todo estaba listo, solo faltaba esperar.
(Como todos los viernes) llegó el padrastro a la botica a comprar su litro de alcohol de caña. Lo pidió de mala manera, arrojó los pesos al mostrador. Edgardo abría los paquetes que llegan de los proveedores, con su cuchillo en mano. Antes de llevarse el alcohol le dijo dos cositas:
"Mira pendejo, la Basilia no se hizo para los jodidos como tú. Ya vi los ojotes que le echas, si te veo intentando algo con ella te mato ¿oíste bien? Ésa niña no será para nadie ¿entiendes?... Mas te vale que te largues del pueblo".
Edgardo empuñó el cuchillo con ganas de meterlo en las costillas del viejo y rajarle su cochina existencia. Pero en eso entró el Comisario Ejidal a la botica; el chico lo dejo ir, apretando los dientes, tragándose el coraje.
-Véndeme unas saldeuvas- dijo el líder mientras Don Roque se retiraba.
-Te trae de encargo el padrastro de Basilia ¿verdad? ­cuestionó mientras el muchacho le entregaba su pedido. A Edgardo aún no se le bajaba el coraje. No pudo contestar.
     -Ten cuidado, el viejo es muy ladino.
     -Ya se le va a acabar el gusto- Dijeron muy bajito los dientes del muchacho.
"Una y quince de la mañana; Noche muerta de pueblo muerto. La ronda se ha ido. Solo hay perros lejanos. Es la hora. Doña Ursula ya cayó, pero el viejo anda haciendo ruido por la sala. Ya lo tengo tanteado; siempre se empeda a solas los viernes por la noche. Cuando se siente mareado sube a dormirse. Ya se está tardando. Quizá no puse suficientes polvos en su bebida. ¿Y si ella no sale? Lo escrito en tantas cartas no puede ser mentira. Ella me ama tanto como yo. Sólo unos minutos nos separan".
El cuchillo salía de su funda, remarcaba las letras y el corazón en el pirulo Diez minutos. El cuchillo regresaba a su funda, volvía a salir para cruzar el aire y clavarse en pleno centro del símbolo amoroso. Veinte minutos. El padrastro no apagaba la luz de la sala. "Maldito viejo". Treinta y cinco minutos. La desesperación y la duda jugaban malabares en el filo.
El cuchillo iba y venía. En la funda. Sin la funda. En el aire, en el árbol. Cincuenta minutos. Por fin la sala se apagó, con la luz del patio pudo verse una sombra tambaleante que intentaba subir a las recámaras. Cincuenta y tantos minutos. Es tardísimo. Ella debe estar lista. El chico se acerca al balcón para agilizar la huida, sale de entre la iglesia y la cantina. Cruza como espanto por el jardín principal, haciendo un alto estratégico en cada árbol. Se acomoda bajo el balcón número siete. Su luz se encendió hace un momento. "No quedamos en eso" piensa el farmacéutico. Con miedo, prisa y ganas de terminar el rapto se encaramó por los fierros que protegen la ventana de la sala, para tratar de subir al balcón de Basilia. Alcanzó a escuchar un grito enmudecido. A solo dos peldaños de poder escalar se dificultó la subida. Debió colgarse de la cantera baja de la ventana para poder asomar escasamente los ojos en la puerta entreabierta del balcón.
Pudo verla en la cama.
También al padrastro. Copulando sobre su inocencia. Así. Semivestida. Con parte del vestido rasgado. El vaivén de la asquerosa corpulencia sobre la aquietada fragilidad de la mujer silencio. Los toscos brazos del viejo deteniendo las manos de ella. La cara babeante de alcohol barato exhalaba un vaho hediondo sobre los ojos de Basilia. Ojos silenciosos que permanecían cerrados a toda fuerza mientras Don Roque ondulaba en su cuerpo y lamía las mejillas y su cuello y su pecho, sin soltar sus brazos.
Sentimientos encontrados causaron en Edgardo una implosión de vísceras; formaron un cosquilleo que bajó por el rubor y la garganta y la tráquea, haciendo un nudo tan grande que le impidió respirar. Nació una úlcera en su estómago que se tragó toda posible reacción instantánea. Siguió bajando el sopor, quemó las venas, contrajo el escroto y las piernas fueron incapaces de soportarlo, el boticario se desplomó sin desplomarse, comprimiendo toda la ira en una sola lágrima, tan pequeña y tan densa, que en su caída sobre la banqueta hizo un hoyo en el adoquín.
Mientras el viejo terminaba su acto dejando maltrecha a Basilia. Se recostaba en un extremo de la cama y dormía casi instantáneamente. Edgardo quiso estallar, pero en su intento por subir más, resbaló de la cantera y cayó por la reja como el óxido del poeta, lento, sigiloso... eterno. Fue a parar justo sobre su lágrima. En la semi-inconsciencia se levantó corriendo. Los álamos de la plaza abrieron paso a su furia, sólo se detuvo hasta llegar al punto de la cita, detrás de la iglesia. Pateaba y golpeaba al pirul; a puño abierto, a puño cerrado. Con el cuchillo arrancó de un tajo la corteza donde estaban las iniciales y lo clavó con tanta fuerza que el árbol jamás reverdecería. Con sangre de sus nudillos grabó el coraje de su tragedia. Faltó poco para derribar el pirul.

Regresó el silencio. Se escucharon nuevamente sólo perros lejanos. El cuchillo volvió a su funda. Edgardo parado, mirando más allá del negro sin fin. Edgardo sentado en una piedra, mirando sus 500 pesos dentro de la pequeña maleta que esperaba junto al árbol muerto.
Edgardo dando pasos sin rumbo, orbitando al punto de cita; mirando el piso, tocando las cachas blancas de su cuchillo. Atisbando de reojo la salida de San Macario, con los cables de luz llenos de cuervos dormidos.
-Ya estoy lista. Podemos irnos.­
Basilia estaba marcada para la desgracia. En sus palabras las primeras que balbuceaba al boticario- se mezclaba el llanto de la desdicha, el asco hacia el hombre que la hizo suya a la fuerza, el desencanto de la primera noche de su nueva vida arruinada, la esperanza de salir de ahí cuanto antes y tratar de olvidar lo sucedido. Lágrimas ocultas engravecieron su garganta y le impidieron decir más. La duda ante la reacción de Edgardo y el riesgo de perder la fuga hicieron -una vez más- el silencio.
El joven por su parte empuñaba el arma blanca con tal enojo que parecía buscar las entrañas de Basilia. Sin desenfundar, sin saber como responder. Los ojos de la chica detuvieron su furor. El mar de dudas de la pareja no tenía lugar de escape, la obstruía un mutismo seco. Únicamente los ojos expresaban amargura individual. Ella había cambiado su vestido rasgado por uno rojo que dibujaba su figura hasta la cadera y se ampliaba en holanes blancos hasta la rodilla. A pesar de la oscuridad lucía esplendorosa. Edgardo la miró largos segundos sin pensar, mas bien sin saber que pensar. Su cuerpo seguía hermoso, sin embargo aún conservaba agrestes huellas imposibles de olvidar.
Basilia estaba marcada para el deseo. Edgardo sin decir palabra la tomó de las caderas y comenzó a subir su vestido. Ella trató de detenerlo, pero el impulso los hizo caer a tierra. El intentó despojarla de sus ropas mientras dibujaba nuevas caricias que únicamente hacían más profundo el dolor de la chica por los quemantes manoseos del padrastro.
-Espera- Inquirió suplicante, casi muda. -No, por... favor no...­-
El detuvo su acecho pero no su ardor. Lanzó una mirada imperante sobre los ojos húmedos de la asustada chica, quien alcanzó a gemir:
-Prometiste que primero nos casaríamos en la iglesia de la ciudad.-
Tan rápido como acechó, tomó a la mujer, y con la fuerza de su cólera la puso de rodillas dando la cara a la torre de la iglesia. Luego se hincó a su lado y masculló en voz tenue:
-Yo Edgardo Casillas acepto como esposa a ésta mujer, ante la ley de Dios... dilo tú­.-
Ella dudó nuevamente. Trató de traducir la mirada del muchacho, sin lograrlo. Él insistió.
-Qué... ¿No estamos ante Dios? ¿No te basta eso?.. Anda... dilo.
-Yo Basilia Morones, acepto a Edgardo Casillas como esposo, para amarlo y respetarlo, en la salud y la enfermedad, en lo próspero y lo adverso... hasta que la muerte nos separe­.-
Con un timbre decidido, la muchacha selló el sacramento improvisado, demostrando al boticario la firmeza de sus sentimientos. Justo terminaba su frase cuando el novio la tiró al piso otra vez, decidido a tomar su cuerpo o a desquitar su coraje por la escena de la ventana o derramar su impotencia. Hacer lo que no pudo realizar en la cornisa del balcón. Tomarla fue lo único que pensó, si es que en algo se podía pensar en esos momentos, ya que su cabeza hervía, más que sus manos, más que sus ojos que amarilleaban de ira.
-¿No vas a besarme, Edgardo? Es costumbre besar a la novia y persignarse para cerrar la ceremonia.­
Sus palabras cortadas más bien pedían un trato menos brusco. Distaba mucho la manera en que Edgardo vació su corazón en aquellas tirillas de papel, a la fuerza que imprimía en las caricias, rompiendo todo lo que impedía poseerla. Ese no era el amor que desangran las letras; era un pene rabioso, en busca de venganza, de una hendidura por la cual drenar todos los vacíos internos. Era el amor de perro que se revolcaba en el polvo de la noche. El pueblo se sacudió por el temblor que hacía la furia del muchacho.
-No... seas... brusco... por favor- Rogaba una vocecilla miedosa de la mujer que a pesar del dolor, no perdía su belleza. Las estrellas compadecieron su doble malafortuna; guardaron un minuto de oscuridad.
Tres de la mañana. El cerebro de Edgardo aún no se entibiaba. Basilia semidesnuda se acercó a su hombre en busca de refugio a su pena, se recargó en su hombro. El joven sin prestar atención abrazó suavemente a la muchacha; regresó de su trance cuando descubrió rasguños frescos en su espalda.
-¿quién te hizo esto?­
Ella no quiso hablar de eso. No quería hablar de nada. Demasiado dolor para una sola noche. Se arrinconó en el pecho de Edgardo, en el silencio. Durmió. Trató de refugiarse en su infancia, cuando podía hablar a sus anchas, en alegre grito, cuando tenía quien comprendiera su voz.           
Basilia tuvo seis años, como todos, pero no como todos. Por la tarde llegaba su padre de la labor; Hombre recio, un gigante con sonrisa del tamaño del mundo. La alzaba en sus brazos, le hacia dar vueltas en el aire y pasaba sus manos callosas por las mejillas de su princesita, la sentaba en sus piernas y así pasaban las horas. Ella le contaba todas las travesuras que había inventado en el día.
-Le corté los bigotes al gato, lo quise peinar pero no se dejaba-
El escuchaba con un brillo orgulloso en los ojos, le contaba historias fantásticas sobre unicornios, animalitos del campo, príncipes que rescatan princesas hermosas y cómo iba la cosecha. Acariciaba su cabello hasta que la pequeña Basilia dormía en sus brazos.
Una tarde no regresó. Basilia se durmió esperándolo. Su madre -achacosa desde entonces- nunca quiso decirle que su gigante había muerto al atorarse en la rastra de su tractor. La niña tuvo que acostumbrarse a la no-respuesta y poco a poco se hizo parte del silencio. En su vida fue común el irse a dormir sin esperar a nadie y tragarse las palabras, contenerlas para sí misma, al no tener quien las escuchara.
Seis de la mañana. Edgardo despierta a la niña del sueño, la apura a levantarse de su cama de tierra.
-Tenemos que irnos. Caminaremos diez kilómetros y es mejor hacerlo antes de que salga el sol de lleno, ¿Qué traes en esa bolsa?
-Mil quinientos pesos que tomé del guardado de mamá. Dos cambios de ropa y todas las frases bellas, tus promesas, el mundo mágico que dibujaste a puño y letra. Son todas las cartas que filtrabas en las recetas y después leía en la oscuridad de mi cuarto, soñaba y respondía. Es la prueba de tu amor y la búsqueda del mundo que nos espera.
-Será mejor irnos- dijo Edgardo, evadiendo el comentario.
-Es verdad- se preocupó ella -nos descubrirán.
-No te alarmes. Nadie nos seguirá-
Mirando el pirul donde descansó, Basilia preguntó:
-¿dónde está el corazón con nuestras iniciales?
-Alguien debe haberlo borrado.
-Márcalo otra vez con tu cuchillo de cachas blancas. Tenía ganas de verlo.
-No lo traje. Mejor vámonos.-
El escape del pueblo estuvo rodeado de vacío y duda. Preguntas y preguntas se revolvían en la mente de Edgardo sin poder salir. Todo el transcurso en tren hormiguearon sus piernas y espalda y manos y se instalaron en el ceño, transformando su cara en una gelatina con sabor a miedo y furia y duda, duda extrema. Maldita duda que se volvía a retorcer y bajaba al estómago y hormigueaba, hormigueaba.
Basilia estaba marcada para el sufrimiento. En su interior también revoloteaba una sensación que no alcanzaba a salir, ni siquiera a definirse; se negaba a convertirse en palabras por miedo al rechazo del boticario. Se hacía una maraña de pequeñas voces en la garganta que únicamente le hacían más difícil respirar. Se recargaba en su hombre y trataba de dormir; olvidarse de todo, soñar en la nueva vida.
Lo que se había escrito en los ínfimos mensajes de las tirillas distaba mucho de lo que la pareja vivía. Si Edgardo no hubiera subido al balcón... si Basilia hubiera escapado antes... si el viejo se hubiera embrutecido más pronto... si el cianuro...
La llegada a México se dio al fin en la tarde, ya cuando el bullicio de la gran ciudad se empezaba a retirar. La pareja del silencio se perdió en el silencio de la noche, en un pequeño hotel cerca de la estación.
Tan pronto como instalaron sus escasas pertenencias, Edgardo intentó repetir el acto del pirul. Lanzó a Basilia sobre el catre y montó sobre su belleza, con el ímpetu de un semental y el morbo de un asesino. Ella, si bien no podía impedir toda la fuerza del farmacéutico, trataba con la mirada de frenar su brusquedad. Edgardo no la veía, no era capaz de enfrentar esa carita tan bella, tan inocente. Sólo agitaba su cuerpo al ritmo del rechinar del óxido. Latigueaban sus huesos sobre la frágil niña, hasta el fondo del dolor, hasta el cansancio somnífero.
Así pasó un mes entero. Basilia en el hotelucho, sin asomarse ni al pasillo. El salía muy temprano en busca de trabajo. Primero en farmacias, luego en tiendas, luego donde fuera. Regresaba derrotado a brincar sobre su medio de desahogo y dormir. Sin palabras. Basilia no soportó más posesión unilateral, más miradas huidizas, más silencio. En la desnudez de la noche saltó un reclamo:
-Tienes que amarme bien... fue una promesa. Me haces sentir muy poca cosa cuando solo buscas tenerme, lamer toda mi piel, apretarme con furia. Esto no es amor, tus labios no son besos, son pirañas, tus manos son tenazas y no caricias. Discúlpame que te lo diga, Edgardo, pero lo prometiste. Lo tengo aquí, escrito en tus pequeñas notas.-
Bañada en llanto sacó un puño de tirillas de compra, las puso sobre el buró. Luego se recostó de espalda al muchacho y apagó la luz.
Basilia esta marcada para el amor cobarde. Al siguiente día despertó sola. En el buró, solamente estaba el primero de los papelillos:
"te amo, no podré vivir sin ti".
La mujer no tuvo más remedio que volver a su pueblo, en busca de su madre. La vuelta fue tan triste como la fuga. Más. Basilia en el tren. Basilia con hambre, sin dinero. Basilia con lágrimas secas. Basilia caminando por la cordillera de cables donde los cuervos ya habían encontrado acomodo. La mujer silencio, más silenciosa que nunca, entró al pueblo por detrás de la iglesia cuando las campanas daban las nueve. Cruzó la plaza como en los paseíllos. Algunos Sanmacarienses la miraban acercarse a la casa grande. Los tres policías se apostaron al paso.
-Queremos que nos acompañes Basilia, sin poner resistencia.- dijo el más listo.
-¿Qué pasó... por qué?
-Tienes que responder por la muerte de don Roque.
-jNo puede ser!- Respondió impactada. Quiero ver a mi mamá...
-Tu madre también murió. Ya ves que era enfermiza... no soportó la impresión. En cierto modo que bueno, no hubiera aguantado ver a su hija única en la cárcel.-
Mientras continuaban los comentarios intrigosos, dos de los tres policías llevaban del brazo a la niña rumbo a las celdas preventivas del comisariado ejidal, y seguían contando:
-Que callado te lo tenías; al ruco durmiendo en tu propia cama. ¿No te parecieron muchas las catorce puñaladas con un cuchillo de cachas blancas?-
Estallaron las ideas en la mente de Basilia. Palabras comprimidas, pulverizadas, se fueron diluyendo causándole un mareo que le impidió seguir; pero los cuicos la llevaban flotando. Aturdida. Incomunicada hasta de su propio silencio.
-Ya te habías pelado, no sé pa'qué regresaste. Hasta se ordenó una búsqueda en los pueblos vecinos, el comisario pidió una investigación "exuastiva" con "autoxia" y toda la cosa. Se llevaron las cobijas para "analises" de sangre que todavía no entregan. Ya hasta se estaba olvidando la gente del asunto. No hubieras regresado... ya te jodiste todita.-
En ese momento ya todo el pueblo miraba como la llevaban al salón-ejidal/oficina/mazmorra. Nada más entró la corte de arresto y se retiraron a dormir, a ratificar la siempre bien ganada fama de San Macario-pueblo-muerto.
Basilia seguía con una serie de silencios occisos anudando su voz, un mareo de tristeza que nublaba su vista y un efluvio caliente en el cuerpo que contraía sus músculos. Le impedía moverse al punto de ser llevada en peso. Basilia olvidó su rostro, confundió su pasado con el presente, imaginando lo que Edgardo hizo mientras ella dormía en el pirul de la Iglesia. Encontró sentido al silencio del boticario y comprendió la razón por la que jamás volvería a verlo. Luego borró de su memoria todo vocabulario, toda memoria.
Los tres pseudo-oficiales la acompañaron hasta el interior de su celda. No miraban el bulto de ideas muertas, únicamente su belleza irrompible.
-¿Desde cuándo llevabas relación con el viejo?- Preguntó el intrigoso.- ¿Cómo eras capaz de engañar a tu madre? Si necesitabas quién te hiciera el favor aquí habemos muchos.
Basilia no escuchaba, no entendía.
-Tan bonita y con ese ruco -dijo el más tarado- te hubieras buscado uno mas joven, si estabas tan ganosa.
-Nosotros te podemos dar lo que buscas -dijo alguien- Te vamos a dar 3 raciones de lo que te gusta.
-Espérate -dijo el listo-
-¿qué te preocupa? El comisario no está. Nadie se dará cuenta.-
Ella no escuchó las carcajadas ni vio los ojos de los cuicos quemarse. Basilia estaba marcada para el deseo y vino a darse cuenta de sus intenciones hasta que el intrigoso rasgó su vestido rojo de holanes blancos.
-jMira nadamás!- Tres miradas se untaron a su piel, la siguieron hasta el rincón de la celda, donde se tapó y acurrucó, mirando a ninguna parte, con los nervios totalmente contraídos. Los tipos unieron sus fuerzas y tomaron a la chica en el aire, la colocaron fuera de la mazmorra, sobre un escritorio; rápidamente la dejaron desnuda, sosteniéndola de brazos y piernas para impedir su movilidad.
Basilia lloraba el recuerdo que no recordaba, dando vueltas y vueltas sobre su masa encefálica. Se cansó de su lucha callada y destensó su cuerpo.
Y en San Macario se volvió a escuchar el sonido de perros lejanos.

Basilia (final personal inédito)



Los cuervos dejaron la noche y la quietud de San Macario con el atronador ladrido de los perros lejanos. Saltaron de los cables de luz y abandonaron para siempre el lugar. Todas las palabras de todos los idiomas escaparon de la garganta de Basilia en un grito que hizo a los sanmacarienses saltar de sus camas, a observar la nube de pájaros, a escuchar el aviso de maldad que hacían los perros lejanos.

Mientras en la comisaría, los 3 policías Intentaban saciar su hombría; el más alevoso bajaba sus pantalones en tanto los otros dos sujetaban a la mujer/difusa. A su grito siguió una carcajada del abusivo y un par de cachetadas a la joven desnuda que se resistía a su suerte, que en su repentina reacción había decidido no ocultarse en el silencio nunca más. Basilla/fuerte pataleaba, Basilia/fiera rasguñaba, Basllia/valiente gritaba más allá de su fuerza pulmonar. Se cimbró con su coraje el escritorio donde la sujetaban y el piso y el salón-ejidal/mazmorra y los álamos del jardín y todo San Macario despertaba, se despabilaba de un silencio de siglos.
Una estruendosa bala-épica voló cruzando la excitada atmósfera interior del calabozo y lanzó una imperante amenaza a través del techo de lámina. Ricardo Félix, el comisario, apuntaba desde la puerta de entrada a los tres fornicadores.
-¡suéltenla pendejos!... si le hacen daño los mato...­
La niña-miedo recuperó los jirones de su vestido y el aliento y su silencio. Buscó refugio en una silla rinconera y se aisló. El comisario ejidal, encendido en coraje, desarmó a sus ex ayudantes y a patadas los obligó a entrar en la celda. Ofreció a la mujer su gabardina para tapar la desnudez que asomaba de su vestido roto.
-Basilia, ¿Ya te dijeron estos idiotas lo que pasó?.. Lamento mucho lo de tu madre, pero debo decirte que de la investigación solicitada se desprenden hechos Interesantes. Fueron encontrados restos de sangre tuya en la colcha y en las uñas de Don Roque; Hubo indicios de que te tomó a la fuerza... respecto al cuchillo con el que fue asesinado... ambos sabemos de quien es, tenemos huellas digitales. Estás libre de toda culpa. ¿Dónde está Edgardo?
Basilla escuchó sin escuchar. Tenía la mirada en ningún lado, la sangre en ningún lado. Una lucha interna de palabras se daba en su mente, desde los primeros balbuceos pronunciados hasta los últimos mensajes escritos se revolvían, se ordenaban, buscaban el sitio adecuado en la memoria, fuera de todo odio, de toda imagen que en otra ocasión le causara desconsuelo. El esfuerzo provocó una pequeña lágrima de color del perdón.
-Podemos hacer dos cosas- dijo el comisario -boletinar la filiación del muchacho en los estados vecinos... o podemos alegar defensa propia en base a las pruebas encontradas. De cualquier modo estás libre.-

Ay Edgardo, si supieras lo que perdiste por guardar silencio... la casa grande y el jardín principal se invadieron de flores y de aves de color muy distinto al de los cuervos. Basilia pasea todo el día su belleza irrompible, siempre al cuidado de jardín y de quien lo necesita. Administra muy bien las tierras que heredó. Cuánto color y cuánta vida ha regalado al pueblo. Si vieras. Todos los domingos, cuando la banda de música (que hasta se sabe más canciones) termina la ejecución de sus melodías, los niños se juntan alrededor de ella para que les relate un cuento. Habrías de ver que bellas salen las palabras de su boca, cuántas caritas iluminan. En San Macario todos los niños son felices, sobre todo el pequeño Basilio... ¿Sabes?... se parece mucho a ti.

domingo, 18 de noviembre de 2012

“Donde Menos se Espera Salta la Muerte”


(1997)

Primer plaquette de narrativa que publica Joseangel Rendón Delatorre, que contiene 8 cuentos cortos, producto del trabajo realizado en el Taller de Narrativa, impartido por el escritor Ignacio Betancourt, (Junio a Noviembre 1995. Gracias a este curso, es como inicia a escribir narrativa, y asistir a talleres literarios como el del maestro Efraín Gutiérrez de la Isla en el Instituto Zacatecano de Cultura, durante los siguientes años.

De entre estos cuentos sobresale de manera notable “Los Tres deseos de Doña Chole (o de Porqué el Pechugas No come Pollo Kentoqui)”. En 1998 y 99, realiza presentaciones de este plaquette -y en especial del cuento- junto con los escritores zacatecanos: Juan Manuel García Jiménez, Ma. Eugenia Márquez, Efraín Gutiérrez de la Isla y Roberto Moreno Murillo, en las ciudades de Aguascalientes, San Luís Potosí, Guanajuato, Celaya, Querétaro y otras.

Monológica



Hoy es de noche. Es el último día del invierno, es el fin. Estoy al filo del tiempo.
Nunca nadie quiso dar crédito a mi versión. El aire fresco del amanecer se colaba desde el apolillado portón, pasando por el solitario y estrecho pasillo entre las macetas y los cilindros de gas hasta el segundo patio, hasta adentro de los huesos. Me ayudaba a despertar cuando salía -fastidiado, como siempre- de esa vecindad.
Yo la vi. La vi entrar al doce justo antes de que él muriera; Con un vestido pegadito que le bordeaba la espalda imitando su perfección, y terminaba exacto donde aún es permitido. Su piel, demasiado blanca, de suave tacto a la vista, cómo el satín del negro de su vestido, que transparentaba sensualidad. De cabellera abundante que no me dejó ver su cara y ondulaba con el viento embrollándose con su escasa vestidura; Al verla se me quitó el frío. Sólo la contemplé un segundo. No la volví a ver.
Luego se escuchó el estruendo. Corrí de inmediato al lugar, tropezando entre las quebradas baldosas. Crucé la puerta de fierro y casi caigo de la impresión. Ahí estaba el Ranas, Derrumbado en el piso, con los ojos mirando a ninguna parte. Con un agujero como de rondana en la sien, que le atravesaba la cabeza. Con el cabello y la mugre revueltos con sangre, con la sangre haciendo arroyos por las grietas del piso de cemento, que llegaban hasta la pistola, tirada cerca del cuerpo. Con toda esa gelatina visceral embarrada en el muro. Sin nada más en esas angostas cuatro paredes que una mugrosa mesa y un oxidado camastro.
Yo nunca había visto un muerto. Por eso me quedé inerte, petrificado. Hasta que llegaron Doña Leo y todas las otras como parvada. Fue cuando empezó el desmadre. Llantos, gritos, cuchicheos, desconcierto. Caras de inquisición y desconsuelo. Nadie quiso tocar nada. No tardaron los azules en tomar cuestión del caso. Yo permanecí inmóvil, mirando el cadáver del Ranas. Mirando lo que quedaba.
Los polis cargaron con todos. Con las viejas curiosas que en sus manos llevaban el pan o la leche, o la ropa para lavar. Con los esposos modorros que se tragaban su ayuno. Nos subieron en varias perreras y nos llevaron a la delegación. A mí ya no me soltaron.
Por eso estoy aquí. En esta celda más fría que el futuro que me espera y más oscura que mi desesperanza. Tratando de comprender, escudriñando en el recuerdo porqué todo se puso en mi contra.
Duré tres días sin levantarme a causa de la madriza. Los pinches judiciales jadeaban de puro gusto torturando mi desnudez por fuera y por dentro. El baño de agua helada, los tehuacanazos, los chicharrazos donde más duele. Debatían en desquitar en mí todo su rencor, con la saña de perros de pelea. Cada turno más ingratos, cada tanda más intensa. Y yo sólo repetía entre chillidos que cada vez más parecían sollozos, que cada minuto más parecían súplicas: "fue la mujer de negro, yo la vi entrar al cuartucho, justo antes de que él muriera”.
Las lenguas viperinas confabularon en mi contra. Todas las que llegaron corriendo a saciar su curiosidad. "El era el único que estaba en el cuarto ­dijeron- a un ladito del muerto". Me achacaron milagros y delitos que yo ni en cuenta. Que me iba a las azoteas, más allá de los mecates de los viejos tendederos, y me ponía a fumar mis carrujos. Y que ya loco cantaba sólo y caminaba equilibrándome en los pretiles, blasfemando contra los simples mortales. Que apenas dos días antes me había bronqueado con el Ranas. Pobre bato. Ya debía seis meses de renta, y como yo era el cobrador de la vecindad -a cambio de esa pocilga en el segundo patio- por eso todos me odiaban, por eso le reclamé el Ranas y amenacé con correrlo, pero no pasó de ahí. Me daba lástima verlo tan jodido. Criticaron hasta mi oficio de poeta de banqueta. Todos me envidian porque veo en el horizonte algo más que cemento, en el cielo algo más que humo, porque vivo sin ataduras, porque soy libre... lo era.
Dijeron otras mil cosas, no pararon de hablar por horas. Que sin pudor llevaba hasta mi tugurio a mujeres de mala nota. Aseguraron que estoy infecto de horribles enfermedades. Y nadie vio a la de negro. Eso fue lo que me hundirla.
Estoy sólo y sin salida. Muy temprano vino el padre a tomar mi confesión. También me tiró de a Lucas. Pidió el perdón de mi alma pero nada hizo por mí. Solamente dijo: "haz un acto de conciencia, hijo mío". Le grité desesperado "maldita sea, mi conciencia lo sabe todo, está limpia, pero no puede salvarme".
Un interminable pasillo me conduce a la cámara donde el final me espera. Mis pasos, sin fuerza y sin prisa en llegar avanzan por inercia. Las viejas locas están ahí presentes para regodearse del espectáculo, para saciar el morbo senil que las llevó a culparme. Todo está listo. Todo es silencio. Puedo verlas arrepentirse en el último momento. Pero... ¿qué surge entre los espectadores? Es la mujer de negro, que se acerca hasta los controles del funesto interruptor.
"Ahí está la mujer que les dije -intento gritar con todas mis fuerzas- ella es la que mató al Ranas". Pero un golpe en los nervios me paraliza el habla, me azota como un relámpago. Una corriente que me quema por dentro, haciendo arder mis venas... insoportable. Sudando gotas de carne carbonizada, entre convulsiones y desesperados gemidos veo como ella se acerca a mí, puedo ver su cara.
Ahora ya no importa nada... ahora lo sé todo.

Negro Profundo



Nunca me ha gustado vestir de negro. Es el color de los ojos de los perros en la noche. El maldito color de los roídos caminos de esta mina. Túneles y tiros horadados a dos mil metros bajo tierra. Negro profundo como el de esta vía eterna que nos lleva a la salida, igual que animales, sentados en las bancas de los decrépitos vagones. Entre cotizadas rocas que serán beneficiadas para el lujo del patrón. Silicosis de oro. Carísimo polvo que jode nuestros pulmones.
Los rieles combaten con las ruedas como queriendo impedir que se extraiga el fruto de la roca; intentando detenernos adentro para que sirvamos de alimento a la tierra. Ya quiero estar afuera. Prefiero el pueblo, paupérrimo y en semi-ruinas, a sus moradores, siempre en permanente orgía de intrigas y comadreos. Borrachos y cantoneras que de noche descargan su inconsciencia eyaculando frustración y de día sueltan su veneno, publicando unos los pecados de los otros y alardeando sus idioteces, siempre las mismas. Sin remedio.
Ya estoy harto de todo. De los peligros que acechan en las entrañas del cerro. De las ricas venas de esta tierra que parece tener vida y sin embargo... no se mueven, esperan a que vayas hasta lo más estrecho, lo mas negro, lo mas profundo. Están ahí día a día para que te vuelvas loco, para decirte que no hay soledad más agónica ni negro más oscuro que el de una mina.
Estoy harto de este túnel que nos introduce en otro mundo; del estúpido ritual de cruzarlo para entrar y salir. Cuarenta asfixiantes minutos rodando sobre acero y lodo en la tráquea infernal, apuntalada con maderos de sabrá Dios qué siglo, carcomidos y torcidos con el peso del tiempo. El pánico colectivo nos hace apagar nuestras lámparas de casco durante el transcurso para no ver la derruida estructura, para dormir un rato olvidando la ingrata condena de tener que trabajar aquí.
"Nada mas termina este año y me voy a la chingada", pensaba por la mañana "lejos de vituperios y de esta retrogente y de sus correrías: que si al padre Juan Bolas le da por subirse al campanario, desnudo, después de clavarse a Chona, y nos jode con llamada a las tres de la mañana, Que si al viejo Fidel -impotente mental- lo engaña Doña Juana -todavía de buen ver- con el que se le para enfrente; que si me eché al plato a Susana, que no es hija de Fidel, pero él no lo sabe (solo Juana y el compadre Casimiro, que fue quién donó el esperma) y cómo va a darse cuenta de algo, si él vive en la beodez; y quién no, si' dicen -y dicen bien- que sólo pedo o loco se atreve a entrar uno en la boca del infierno y a andar en todos los niveles.
Pensaba darme un baño al terminar el turno. Quitarme esta pegajosa nata de grasa y polvo, correr a la nopalera. Iba a revolcarme a Tacha, la hermana del Gallo, que no es tan bonita como Susana, pero se pasa de buena. Ya me veía metiendo mano. Quería desquitarme de la madriza que me puso el Gallo hace ocho días, cuando nos encontró juntos en pleno cachondeo; Desde entonces no me dejaba en paz, me retaba a pelear dentro y fuera de la mina, sintiéndose el mas cabrón de todos por estar labrado con los golpes de la roca, con sus músculos forjados a marro en las cribas del pozo de carga. Su acosa era otro motivo para detestar este sitio.
Salí de la mina por primera vez a las siete y media. Me baje del vagón en marcha a entregar mi lámpara. La lluvia me estaba esperando; en la luna también era de noche. El temporal se ensañaba con esta tierra, el cielo apedreaba los techos de lámina de las endebles construcciones. Corrí adivinando el camino hasta el campamento de los trabajadores, cuartos hechizos de madera de tercera. Sentía como si la lluvia me hablara con furia, como si el golpeteo en mi casco me dijera algo, pero no hice caso.
Al encender la luz de mi cuarto, el foco se fundió pero pude ver con el destello la cara de Gallo, su verruga parecía un cuerno en la frente. Salí corriendo en la oscuridad sin mirar por dónde, hasta que tropecé con un matorral y fui a dar de cara al lodo. Asustadísimo me acerqué por la ventana trasera, desde donde se podía ver algo ayudado por una lánguida luz. Entonces dio un salto de la cama a la ventana y sin darme tiempo a reaccionar, me dijo "Ven por mi cabrón, que ya estoy muerto... tienes que sacarme de esa inmunda mina".
Corrí a tropezones por la ladera, despavorido. Las centellas me abrían paso entre la densa oscuridad. Llegue a la oficina del pueble en las afueras del túnel, asustando a todos por el lodo en mi cara. Al lavarme vi mi piel transparente, de gallina muerta. Le conté al Minero Mayor la aparición fantasmal. No quiso creer pero asintió que nadie vio salir al Gallo por el túnel y no se reportó al final del turno.
En esos casos se organiza una búsqueda. Entré por segunda vez a la cueva del demonio, acompañado por el minero mayor y dos maquinistas. Mientras entrábamos, una voz subterránea me acosaba entre el ruido: " Estoy al fondo del pozo de carga, enterrado en el mineral del nivel 22".
Pinche Gallo, me perseguía su voz, su fantasma así como me había perseguido en la vida para golpearme, humillarme, para aumentar mi terror por el negro profundo de está mina.
El maquinista nos llevó al nivel 18, doscientos metros arriba del 22. Ahí es donde el gallo picaba la roca en la criba del tiro de carga. Al llegar, la parrilla estaba desmontada, el tiro abierto y el marro del Gallo con sangre.
Lo encontramos totalmente destrozado donde la voz me decía y repetía durante largos minutos. Tuvimos que esperar que el agente del ministerio público llegara de la ciudad y vomitara. Subimos con pala los restos al vagón y nos encaminamos a la salida.
Nada más salgo de este túnel y me voy a la chingada. Me voy a ir a una ciudad donde nadie me conozca. Que tenga casas de colores y el piso bien plano, sin minas. Con mucho sol y muchos árboles. El ruido de las ruedas en los rieles atormenta como el tic tac de un reloj viejo, como un eterno goteo que taladra el cerebro. No sé si crean que vi el ánima del Gallo.
Sólo sé que saliendo de este túnel me voy a la chingada. 

Los Sueños De Felipe Huerta



"No estoy para nadie. No abras la puerta, Rosalía. Sólo di que no estoy, que salí del país y que no voy a volver.
Felipe se remetía cada vez más en el ropero. Quería volverse gabardina o casimir, perderse colgado de un gancho para pasar inadvertido de su quinto sueño.
Recuerdo cuando me contó su secreto. Una noche de cabaret en que la abundancia le salía por entre las mangas, los bolsillos y los zapatos, y se nos metía a todos en la sangre, las copas de champagne que se llenaban solas gracias al billete de diez mil pesos que Felipe Huerta usó como tarjeta de presentación.
Ahí conoció a Rosaliacuerpodediosa, quien inmediatamente lo flechó, haciéndolo flotar en la misteriosa nube que formaba con su danza. Yo, que no andaba tan briago, vi cómo las mandíbulas de las niñas de sus ojos daban cuenta de la más exótica bailarina que hayamos visto en nuestras vidas. Su vuelo por la pista encendió a todos. Al fragor de más champagne, más dinero, más baile y menos prendas. El final del espectáculo lo dimos nosotros. Acabamos en la barandilla de un obtuso juez que no quiso comprender que Felipe se lanzó tras la rumbera por amor y no por faltas a la moral. Tal fue nuestra suerte que caímos directamente a la celda. Ahí fue donde Felipe tuvo su tercer sueño: Rosalía.
Le pasaba cuando se ponía hasta las chanclas, era como si el delirium tremens tomara forma física y al vomitar se escribiera en el bolo fermentado lo que iba a sucederle:
Su futuro.
Fue poco antes del 5 de Mayo de 1955 que soñó, cobijado por el tequila en la cantina del pueblo, el número en que iba a caer la lotería: Cinco millones de pesos. ¡Se los ganó toditos!. No sabía qué hacer con tanto dinero. Anduvo arrojando billetes por las calles y nos invitó a nosotros una buena parranda en la capital.
Lo acompañamos a comprarse su Cadillac nuevecito. Tenía cromados tan brillosos que en ellos nos peinábamos y acomodábamos nuestros sombreros. Era larguísimo, convertible, tenía llantas carablanca, motor V8, radio y todo. Nos veíamos bien pachucos tomando cerveza mientras paseábamos por Reforma, con los pies de fuera y el desmadre más de fuera. Manoseando a las chilangas con piropos. Hasta que el Vejigas guacareó en los asientos de piel. Felipe se encabronó y nos bajó a todos por corrientes. Nos quedamos sin un centavo en los bolsillos ni en los estómagos. Tardamos dos días en un auténtico viacrucis hacia el pueblo.
Parecía que el dinero nunca se le iba a acabar, pero solito se le fue desgastando. Una planta que no se ayuda a florecer muere, y Felipe no ayudaba en nada; deshojaba y deshojaba el dinero, hasta que lo perdió todo. Sin embargo, cuando su tesoro estaba en el punto más anémico, se hundió en un nuevo delirio y volvió a vomitar. Le pegó otra vez al gordo.
Entonces recuperó guapura y amigos. Reincidimos en ir a la capital a recibir el año nuevo del 59. Hasta que acabamos en una intachable celda a causa de un hermético Juez. Ahí fue donde me soltó su secreto mientras tenía su tercer delirio.
Se conchavó a Rosaliaextasiante más pronto de lo que yo pensaba. Las alfombras de flores y los regalos desfilantes encontraron la llave de su corazón y de todo lo demás. Compraron un palacio en San Ángel y se casaron en la fecha que marcó el vomitosueño: 29 de Julio de 1959.
La luna de miel duró seis meses. Las noticias de los recién casados llegaban al pueblo acelerando al viento. Hubo quién hasta una canción les hizo. Todos embellecían su boca con los diamantes y rubíes, las pieles finas, los vestidos que vinieron de París a conocer a Rosalía, el fino casimir que hablaba inglés y que forraba a Felipe de un falso aire de gentleman. En la cantina le contábamos al aguardiente cómo ella se bañaba con champagne de la importada y cómo encendía sus cigarrillos de carita con billetes nuevos, sólo billetes nuevos de 100 pesos.
-Necesito más dinero, quiero dar la vuelta al mundo- dijo una vez la antigua rumbera a su constante proveedor.
-Es poco lo que nos queda -respondió él disculpándose- No hemos invertido nuestra riqueza y se está muriendo envenenada por todos nuestros excesos.
Y Felipe Huerta le contó a su mujer cómo había obtenido sus dos primeras fortunas. Y ella lo obligó a beber y beber hasta que se congestionó. Y en el hospital le inyectó alcohol de caña al suero hasta que dijo un número, suficiente para otros cinco millones de pesos. Ese día Felipe tenía tan borracha la sangre que vomitó dos sueños seguidos: Uno fue el premio mayor. Otro: la fecha exacta de su muerte.
Se atribuló tanto que no quiso volver a tomar. Pero Rosalía, con el signo de pesos en los pezones, no se conformaba con la nueva fortuna y le pedía a Felipe un nuevo delirio. Le atravesaba botellas de todo tipo de vino; convirtió en cantina hasta el cuarto de baño, adulteraba con tequila el caldo de pollo. Y cuando nada resultó, se untó toda de brandy e hizo embriagarse de sus pechos a Felipe. Y como no fue suficiente, lo empezó a hechizar con sus bailes de diosa y se colocó un cinturón de castidad que sólo podría abrir la combinación de un nuevo premio mayor.
Pero sucedió lo que él temía. Se emborrachó tres días seguidos y en los tres tuvo el mismo delirio del quinto sueño:
Morirás el 20 de abril de 1968.
Ella tuvo que conformarse con invertir parte del dinero en edificios que se llaman condominios y vivir de lo que las rentas daban. Felipe se volvió espíritu divagante en vida, no salía de su casa en San Ángel, ya ni siquiera le atraía el sexo de su esposadministradora.
-¿Quién tocaba, Rosalía? -preguntó el ropero.
-Otro cobrador. Ya embargaron el auto y nos van a quitar la casa si no pagamos pronto la hipoteca. Mira Felipe, ya son las ocho de la noche del 20 de abril del 68 y no te ha pasado nada. Te recomiendo... ¡Te exijo que cambies esa piel de gallina famélica y agarres valor para embriagarte!. A ver si así nos recuperamos.
Como a las 11:50 se escucharon fuertes toquidos. Rosalía bajó a asomarse por la puertecilla del portón. Felipe gritaba enloquecido "No abras, no abras Rosalía". Era sólo un policía que había equivocado la dirección del Juez. Cuando ella subió a la recámara buscó a Felipe en lo más profundo del ropero.
Había muerto de un paro sustocardíaco.
Lo enterramos el mes pasado en el panteón del pueblo.
Nosotros lo trajimos desde la capital. Estábamos los más allegados -excepto ella-. El féretro en su paseo llenó las calles y la iglesia y las casas y los muebles y los vinos de la cantina de un fuerte olor etílico que embriagó a todos por varios días.
Dicen que Rosalíaexcuerpodediosa se sacó la lotería al día siguiente del sepelio… pero pasa días y noches emborrachándose con toda clase de licores.