Los cuervos barrían la tarde
con su pesado presagio. Planeaban buscando acomodo en la cordillera de los postes
de luz que va de la mano del terregoso camino a San Macario. Dos cerros bajaban
en loma perdiéndose al punto de esconder las pocas casas de adobe y lámina,
presumiendo únicamente la torre de la iglesia. Docenas de tímidos álamos se
hacían llamar jardín principal sólo porque algunos arriates de cemento les
daban alcurnia; su único oficio era ver morir los días, morir de polvo y
aburrimiento. Matar las horas entre callados morantes y repiqueo de bolas de
billar que eructaba la cantina. Descuartizar los minutos en espera del mejor
momento de la jornada, cuando la tarde pedía ser noche, cuando la noche pedía verla
salir de la casa grande, con ese porte que sólo Basilia tenía.
Ella estaba marcada para ser
hermosa, como tarde dormida, con su cabello vivaz atrayendo la envidia de
casadas amargosas y solteras quedaderas, que pasaban la tarde tejiendo, con un
ojo al gancho y otro a la ventana. Salía su cuerpo de fresco como altar de
virgen y de suave como las pieles tersas de las estrellas de cine, que ni el
polvo reseco de todo el semidesierto se atrevía a tocar.
Se volvía fiesta muda su
paseíllo por el centro del jardincete. La arboleda abría paso al andar garboso;
siempre antes de las ocho y siempre rumbo a la farmacia, a recoger la
prescripción de Doña Úrsula -su madre- quien por sus múltiples achaques
escasamente salía los domingos a misa, y diario mandaba a su hija -según la
dolencia del día- con una receta distinta, que el médico de la ciudad la había
dado como remedio para cada uno de sus males.
Basilia estaba marcada para el
silencio, si su padrastro la miraba cruzar palabras con alguien, era razón
suficiente para no dejarla salir en días. Su cara dejaba de embellecer el
jardín y la arquitectura de la casa grande. Una escasa sonrisa, acaso algún
saludo con sus pestañas era todo su roce social.
San Macario no era un pueblo
tan chico. Tenía su orquesta (más bien era un quinteto medio destartalado que
todos los domingos por las mañanas tocaba las Díez melodías que sabía) también
su casicuerpo de policía, formado por tres rancheros novedosos, muy torpes e
iletrados, su único trabajo era hacer los rondines: uno a las 9 de la noche,
cuando todos se iban a acostar y San Macario moría definitivamente; otro a las
once para tocar retirada a los amantes ocultos y maridos cornudos; el último a
la una de la mañana, nada más para ver si no había ningún fuereño haciendo sus
raterías. En san Macario todos sabían de qué pie cojeaba cada cual.
Estaban además 4 ó 5 negocios
alrededor de la plaza, entre los que destacaba la
cantina/billar/centrodeespectáculos que además daba funciones de cine en el
patio trasero; daba tan caro los vinos adulterados, que muchos -como Don roque,
el padrastro de Basilia- preferían ir a la farmacia de Don Babas (un local a la
antigüita con anaqueles blancos, frascos de soluciones muy acomodaditos) a
comprar alcohol de caña para rebajarlo con soda.
Para Edgardo
-dependiente/cargador/mandadero de Don Babas/boticario- el crepúsculo era la
hora del no-respiro, todo el paseo de Basilia era para contener aliento,
corazón y grito desencajado. Un rojo "TE AMO", "QUIERO ROBARTE
UN BESO", se contraían a nivel del estómago, haciendo un cosquilleo
sangriento en su lucha por salir, por estallar en caricias sobre el mismo
mostrador. Pero el simple hecho de pensar en pensarlo le hacía bajar el alma a
los talones; ya un viernes -cuando iba a comprar su alcoholito- el padrastro le
puso una revolcada fuera de la farmacia, cuando intentaba acompañarla. A base
de patadas en las costillas tuvo que entender que no podía dirigir palabra
alguna con la niña. Tenía razones suficientes para no pensar ni una sana
amistad con la muchacha -sin contar cuando Don Roque lo sorprendió mirando
hacia la ventana de Basilia, fuera de la casa grande, aquella vez lo hizo
correr a punta de balazos al aire.
"Hay minutos que parecen
aire, minutos que parecen montañas ahogándonos con su peso. Minutos que
desaparecen apenas ella se acercaba al mostrador de la farmacia, que no podían
extenderse ni tan solo al pronunciar de dos palabras. Hay también minutos que
duran horas, como esta espera y todas las esperas de todos los días que sólo pensé
en decirle, en exhalarle un "TE AMO". Minutos que se incrustaron uno
a uno en mi pensamiento buscando alguna solución. Cuando por fin se reunieron
suficientes dando vueltas suficientes en mi cerebro, fue cuando di de golpe con
la solución absoluta. En la receta doblada introduje una pequeña nota en un
papel tan delgado que no sé hacia notorio:
TE AMO. NO PODRE VIVIR SIN TI.
Fue todo lo que se me ocurrió,
fue todo lo que cupo en ese estrecho mensaje. No durmió mi corazón en ese
fatigante día en que, como ahora, los minutos se alargaron tanto que pudo haber
cabido toda una vida en ellos ¿y si no leyó la nota? ¿Si no se dio cuenta? ¿O
si la descubrió Don Roque? ¿Y que le diré mañana? Tantas preguntas cupieron en
tantos minutos de espera que no hubieran sido suficientes todas las palabras
del mundo para responder mis dudas. Las dudas que se hicieron tan grandes como
los minutos y los silencios. Silencio tan largo y tan hondo como el de esta
espera cómplice de la noche y del pirul que me esconde paso a paso hasta
cumplir el plazo que pensé desde la primera vez que respondió a mi declaración
volcada en un pedazo de papel con una nota igual de pequeña, escondida en la
receta contra la migraña y con una pregunta que agrandaba todas las preguntas
que durante 24 horas me hice:
¿Cómo puedes amar algo que no
conoces?"
Se disipaba una duda para
Edgardo. Basilia contestó su nota. Sin embargo aparecían nuevas dudas, tantas
como pudieran caber en la mente del boticario. El papelito abrió un enlace de
comunicación, intercambio de palabras que Basilia ansiaba tanto como el
muchacho, para salir de ese silencio en el que estaba encarcelada a causa de
Don Roque, esa sombra panzona que bajo amenazas la reprimía y le hacía tragarse
todo el afecto que su alma buena irradiaba, el amor que todo joven sueña en
algún momento. Basilia encontró en esa nota una válvula de escape a la prisión
que su padrastro construyó y que su madre, por preocuparse más por su salud, no
advertía.
El silencio es el trono de la
duda. Edgardo en espera nocturna no vislumbraba otra opción que la
imposibilidad, la marea difusa de alternativas. El sordo eco de perros lejanos
era la única respuesta a su expectación, cuyo solitario cómplice era un pirul.
El cuerpo policiaco daba la
última ronda.
"La conozco. La conozco
mejor que nadie" Pensaba cada crepúsculo en espera de los paseos de
Basilia. Nadie como yo ha llegado tan lejos ni estado tan cerca de ella".
Basilia estaba marcada para el
deseo. Cada paso entre la arbolada del jardín era un elemento más del
inventario que hacía el boticario de la mujer más hermosa del pueblo.
"El tobillo es una sombra
que intenta encaramarse por el barandal de la ventana de la sala hasta el
balcón numero siete, de los nueve balcones rústicos con marco de cantera que
forman la planta alta de la casa grande, de izquierda a derecha, la ventana
número 7 corresponde al cuarto de Basilia, Ahí deja ver su silueta cuando
cepilla su cabello y se pone el camisón, Su pantorrilla en movimientos exactos
sostiene la monumental belleza",
¿Crees que sin conocer el aire no necesito respirarlo?
"Su rodilla, tan limpia y tan tersa,
asoma a cada paso para dar un toque sensual a su caminar"
En el aire viajan los pájaros, caen las
nubes y vuelan los sueños ¿qué tiene que ver eso con respirar?
"Dentro de su vestido esconde
unos muslos tan delicados", ahí viajé algunas veces en mis sueños diurnos,
detrás del mostrador",
No necesito el aire para
transportar mis sueños a través de la lluvia. No necesito ser ave para llegar al balcón
y tocar en tu ventana, conocer tu perfume. No necesito respirar otra cosa que
tu nombre.
"Su cintura se adivina
como en un viaje a ciegas entre el polvo, encontrar una suave y segura piel
donde aterrizar. Tomarla en mis manos, llevarla alto, muy alto".
Los poetas necesitan la
realidad para exaltarla, el hombre necesita la tierra, la lluvia, un ave
necesita otra ave para dedicarle su canto.
"Su boca, sin decir nada, me da la voz
de su silencio, la esperanza del roce; la puerta del exilio al final del
huracán".
Yo te inventaré una nueva
realidad, te llevaré volando en busca de otra tierra, nuestra tierra, dedicaré
mi canto solo a ti.
"Sus ojos me intentaban
decir algo. Querían volar conmigo, dejar el silencio obligado. Por primera vez
tuve la idea de rehacernos el uno al otro en nuevas vidas. Abandonar este
pueblo y su gente y su silencio; dejar a Don Roque con un palmo de narices, sin
tener a quien arruinar su vida"
La voz se volvió papel, los
labios se hicieron tinta. En la tirilla del registro de compra iban escondidos
mensajes tan intensos que fueron capaces de calcinar murallas. Los muchachos
encontraron en el sinfín de pequeñas misivas un camino para desahogar sus
sentimientos.
En el pirul detrás de la
Iglesia grabé con mi cuchillo un corazón que dice: B
y E. Ahí te espero el viernes, después de
la una de la mañana, para irnos caminando a buscar nuestra nueva vida. Al
llegar a la ciudad nos casaremos en la
iglesia de Santo Domingo y jalaremos para México. Allá buscaré un trabajo.
Lleva pocas cosas para ir ligeros. Te amaré siempre.
En esta última carta Edgardo
trazaba un plan maestro para escaparse con Basilia. En la prescripción de Doña
Ursula adicionó un somnífero tan potente como para no despertar en muchas
horas. Y para el alcohol que cada viernes compraba Don Roque... ¿somnífero o
cianuro?
El viejo jijo de la tiznada no
merecía menos; más de una vez el boticario menor había sentido ganas de
despachárselo; mientras tragaba polvo de las botas del viejo o corría del fuego
que lanzaba su pistola o tenía que escuchar sus amenazas. Edgardo tomaba su
cuchillo de cachas blancas con gran fuerza mientras decidía el agregado para el
alcohol. Con el mismo cuchillo abrió cuidadosamente la caja registradora y sacó
500 pesos. Suficientes para llegar a México. Todo estaba listo, solo faltaba
esperar.
(Como todos los viernes) llegó
el padrastro a la botica a comprar su litro de alcohol de caña. Lo pidió de
mala manera, arrojó los pesos al mostrador. Edgardo abría los paquetes que
llegan de los proveedores, con su cuchillo en mano. Antes de llevarse el alcohol
le dijo dos cositas:
"Mira pendejo, la Basilia
no se hizo para los jodidos como tú. Ya vi los ojotes que le echas, si te veo
intentando algo con ella te mato ¿oíste bien? Ésa niña no será para nadie ¿entiendes?...
Mas te vale que te largues del pueblo".
Edgardo empuñó el cuchillo con
ganas de meterlo en las costillas del viejo y rajarle su cochina existencia.
Pero en eso entró el Comisario Ejidal a la botica; el chico lo dejo ir,
apretando los dientes, tragándose el coraje.
-Véndeme unas
saldeuvas- dijo el líder mientras Don Roque se retiraba.
-Te trae de encargo el
padrastro de Basilia ¿verdad? cuestionó mientras el muchacho le entregaba su
pedido. A Edgardo aún no se le bajaba el coraje. No pudo contestar.
-Ten cuidado, el viejo es muy ladino.
-Ya se le va a acabar el gusto- Dijeron muy
bajito los dientes del muchacho.
"Una y quince de la
mañana; Noche muerta de pueblo muerto. La ronda se ha ido. Solo hay perros
lejanos. Es la hora. Doña Ursula ya cayó, pero el viejo anda haciendo ruido por
la sala. Ya lo tengo tanteado; siempre se empeda a solas los viernes por la
noche. Cuando se siente mareado sube a dormirse. Ya se está tardando. Quizá no
puse suficientes polvos en su bebida. ¿Y si ella no sale? Lo escrito en tantas
cartas no puede ser mentira. Ella me ama tanto como yo. Sólo unos minutos nos
separan".
El cuchillo salía de su funda,
remarcaba las letras y el corazón en el pirulo Diez minutos. El cuchillo
regresaba a su funda, volvía a salir para cruzar el aire y clavarse en pleno
centro del símbolo amoroso. Veinte minutos. El padrastro no apagaba la luz de
la sala. "Maldito viejo". Treinta y cinco minutos. La desesperación y
la duda jugaban malabares en el filo.
El cuchillo iba y venía. En la
funda. Sin la funda. En el aire, en el árbol. Cincuenta minutos. Por fin la
sala se apagó, con la luz del patio pudo verse una sombra tambaleante que
intentaba subir a las recámaras. Cincuenta y tantos minutos. Es tardísimo. Ella
debe estar lista. El chico se acerca al balcón para agilizar la huida, sale de
entre la iglesia y la cantina. Cruza como espanto por el jardín principal,
haciendo un alto estratégico en cada árbol. Se acomoda bajo el balcón número
siete. Su luz se encendió hace un momento. "No quedamos en eso"
piensa el farmacéutico. Con miedo, prisa y ganas de terminar el rapto se
encaramó por los fierros que protegen la ventana de la sala, para tratar de
subir al balcón de Basilia. Alcanzó a escuchar un grito enmudecido. A solo dos
peldaños de poder escalar se dificultó la subida. Debió colgarse de la cantera
baja de la ventana para poder asomar escasamente los ojos en la puerta
entreabierta del balcón.
Pudo verla en la
cama.
También al padrastro. Copulando
sobre su inocencia. Así. Semivestida. Con parte del vestido rasgado. El vaivén
de la asquerosa corpulencia sobre la aquietada fragilidad de la mujer silencio.
Los toscos brazos del viejo deteniendo las manos de ella. La cara babeante de
alcohol barato exhalaba un vaho hediondo sobre los ojos de Basilia. Ojos
silenciosos que permanecían cerrados a toda fuerza mientras Don Roque ondulaba
en su cuerpo y lamía las mejillas y su cuello y su pecho, sin soltar sus
brazos.
Sentimientos encontrados
causaron en Edgardo una implosión de vísceras; formaron un cosquilleo que bajó
por el rubor y la garganta y la tráquea, haciendo un nudo tan grande que le
impidió respirar. Nació una úlcera en su estómago que se tragó toda posible
reacción instantánea. Siguió bajando el sopor, quemó las venas, contrajo el
escroto y las piernas fueron incapaces de soportarlo, el boticario se desplomó
sin desplomarse, comprimiendo toda la ira en una sola lágrima, tan pequeña y
tan densa, que en su caída sobre la banqueta hizo un hoyo en el adoquín.
Mientras el viejo terminaba su
acto dejando maltrecha a Basilia. Se recostaba en un extremo de la cama y
dormía casi instantáneamente. Edgardo quiso estallar, pero en su intento por
subir más, resbaló de la cantera y cayó por la reja como el óxido del poeta,
lento, sigiloso... eterno. Fue a parar justo sobre su lágrima. En la
semi-inconsciencia se levantó corriendo. Los álamos de la plaza abrieron paso a
su furia, sólo se detuvo hasta llegar al punto de la cita, detrás de la
iglesia. Pateaba y golpeaba al pirul; a puño abierto, a puño cerrado. Con el
cuchillo arrancó de un tajo la corteza donde estaban las iniciales y lo clavó
con tanta fuerza que el árbol jamás reverdecería. Con sangre de sus nudillos
grabó el coraje de su tragedia. Faltó poco para derribar el pirul.
Regresó el silencio. Se
escucharon nuevamente sólo perros lejanos. El cuchillo volvió a su funda.
Edgardo parado, mirando más allá del negro sin fin. Edgardo sentado en una
piedra, mirando sus 500 pesos dentro de la pequeña maleta que esperaba junto al
árbol muerto.
Edgardo dando pasos sin rumbo,
orbitando al punto de cita; mirando el piso, tocando las cachas blancas de su
cuchillo. Atisbando de reojo la salida de San Macario, con los cables de luz
llenos de cuervos dormidos.
-Ya estoy lista. Podemos
irnos.
Basilia estaba marcada para la
desgracia. En sus palabras las primeras que balbuceaba al boticario- se
mezclaba el llanto de la desdicha, el asco hacia el hombre que la hizo suya a
la fuerza, el desencanto de la primera noche de su nueva vida arruinada, la
esperanza de salir de ahí cuanto antes y tratar de olvidar lo sucedido. Lágrimas
ocultas engravecieron su garganta y le impidieron decir más. La duda ante la
reacción de Edgardo y el riesgo de perder la fuga hicieron -una vez más- el
silencio.
El joven por su parte empuñaba
el arma blanca con tal enojo que parecía buscar las entrañas de Basilia. Sin
desenfundar, sin saber como responder. Los ojos de la chica detuvieron su
furor. El mar de dudas de la pareja no tenía lugar de escape, la obstruía un
mutismo seco. Únicamente los ojos expresaban amargura individual. Ella había
cambiado su vestido rasgado por uno rojo que dibujaba su figura hasta la cadera
y se ampliaba en holanes blancos hasta la rodilla. A pesar de la oscuridad
lucía esplendorosa. Edgardo la miró largos segundos sin pensar, mas bien sin
saber que pensar. Su cuerpo seguía hermoso, sin embargo aún conservaba agrestes
huellas imposibles de olvidar.
Basilia estaba marcada para el
deseo. Edgardo sin decir palabra la tomó de las caderas y comenzó a subir su
vestido. Ella trató de detenerlo, pero el impulso los hizo caer a tierra. El
intentó despojarla de sus ropas mientras dibujaba nuevas caricias que
únicamente hacían más profundo el dolor de la chica por los quemantes manoseos
del padrastro.
-Espera- Inquirió suplicante, casi muda. -No,
por... favor no...-
El detuvo su acecho pero no su
ardor. Lanzó una mirada imperante sobre los ojos húmedos de la asustada chica,
quien alcanzó a gemir:
-Prometiste que primero nos casaríamos en la
iglesia de la ciudad.-
Tan rápido como acechó, tomó a
la mujer, y con la fuerza de su cólera la puso de rodillas dando la cara a la
torre de la iglesia. Luego se hincó a su lado y masculló en voz tenue:
-Yo Edgardo Casillas acepto como esposa a ésta
mujer, ante la ley de Dios... dilo tú.-
Ella dudó nuevamente. Trató de traducir la
mirada del muchacho, sin lograrlo. Él insistió.
-Qué... ¿No estamos ante Dios? ¿No te basta
eso?.. Anda... dilo.
-Yo Basilia Morones, acepto a
Edgardo Casillas como esposo, para amarlo y respetarlo, en la salud y la
enfermedad, en lo próspero y lo adverso... hasta que la muerte nos separe.-
Con un timbre decidido, la
muchacha selló el sacramento improvisado, demostrando al boticario la firmeza
de sus sentimientos. Justo terminaba su frase cuando el novio la tiró al piso
otra vez, decidido a tomar su cuerpo o a desquitar su coraje por la escena de
la ventana o derramar su impotencia. Hacer lo que no pudo realizar en la
cornisa del balcón. Tomarla fue lo único que pensó, si es que en algo se podía
pensar en esos momentos, ya que su cabeza hervía, más que sus manos, más que sus
ojos que amarilleaban de ira.
-¿No vas a besarme, Edgardo?
Es costumbre besar a la novia y persignarse para cerrar la ceremonia.
Sus palabras cortadas más bien
pedían un trato menos brusco. Distaba mucho la manera en que Edgardo vació su
corazón en aquellas tirillas de papel, a la fuerza que imprimía en las
caricias, rompiendo todo lo que impedía poseerla. Ese no era el amor que
desangran las letras; era un pene rabioso, en busca de venganza, de una
hendidura por la cual drenar todos los vacíos internos. Era el amor de perro
que se revolcaba en el polvo de la noche. El pueblo se sacudió por el temblor
que hacía la furia del muchacho.
-No... seas... brusco... por
favor- Rogaba una vocecilla miedosa de la mujer que a pesar del dolor, no
perdía su belleza. Las estrellas compadecieron su doble malafortuna; guardaron
un minuto de oscuridad.
Tres de la mañana. El cerebro
de Edgardo aún no se entibiaba. Basilia semidesnuda se acercó a su hombre en
busca de refugio a su pena, se recargó en su hombro. El joven sin prestar
atención abrazó suavemente a la muchacha; regresó de su trance cuando descubrió
rasguños frescos en su espalda.
-¿quién te hizo esto?
Ella no quiso hablar de eso.
No quería hablar de nada. Demasiado dolor para una sola noche. Se arrinconó en
el pecho de Edgardo, en el silencio. Durmió. Trató de refugiarse en su
infancia, cuando podía hablar a sus anchas, en alegre grito, cuando tenía quien
comprendiera su voz.
Basilia tuvo seis años, como todos, pero
no como todos. Por la tarde llegaba su padre de la labor; Hombre recio, un
gigante con sonrisa del tamaño del mundo. La alzaba en sus brazos, le hacia dar
vueltas en el aire y pasaba sus manos callosas por las mejillas de su
princesita, la sentaba en sus piernas y así pasaban las horas. Ella le contaba
todas las travesuras que había inventado en el día.
-Le corté los bigotes al gato, lo quise
peinar pero no se dejaba-
El escuchaba con un brillo orgulloso en
los ojos, le contaba historias fantásticas sobre unicornios, animalitos del
campo, príncipes que rescatan princesas hermosas y cómo iba la cosecha.
Acariciaba su cabello hasta que la pequeña Basilia dormía en sus brazos.
Una tarde no regresó. Basilia se durmió
esperándolo. Su madre -achacosa desde entonces- nunca quiso decirle que su
gigante había muerto al atorarse en la rastra de su tractor. La niña tuvo que
acostumbrarse a la no-respuesta y poco a poco se hizo parte del silencio. En su
vida fue común el irse a dormir sin esperar a nadie y tragarse las palabras,
contenerlas para sí misma, al no tener quien las escuchara.
Seis de la mañana. Edgardo despierta a la
niña del sueño, la apura a levantarse de su cama de tierra.
-Tenemos que irnos. Caminaremos diez
kilómetros y es mejor hacerlo antes de que salga el sol de lleno, ¿Qué traes en
esa bolsa?
-Mil quinientos pesos que tomé del
guardado de mamá. Dos cambios de ropa y todas las frases bellas, tus promesas,
el mundo mágico que dibujaste a puño y letra. Son todas las cartas que
filtrabas en las recetas y después leía en la oscuridad de mi cuarto, soñaba y
respondía. Es la prueba de tu amor y la búsqueda del mundo que nos espera.
-Será mejor irnos- dijo Edgardo, evadiendo
el comentario.
-Es verdad- se preocupó ella -nos
descubrirán.
-No te alarmes. Nadie nos seguirá-
Mirando el pirul donde descansó, Basilia
preguntó:
-¿dónde está el corazón con nuestras
iniciales?
-Alguien debe haberlo borrado.
-Márcalo otra vez con tu cuchillo de
cachas blancas. Tenía ganas de verlo.
-No lo traje. Mejor vámonos.-
El escape del pueblo estuvo rodeado de
vacío y duda. Preguntas y preguntas se revolvían en la mente de Edgardo sin
poder salir. Todo el transcurso en tren hormiguearon sus piernas y espalda y
manos y se instalaron en el ceño, transformando su cara en una gelatina con
sabor a miedo y furia y duda, duda extrema. Maldita duda que se volvía a
retorcer y bajaba al estómago y hormigueaba, hormigueaba.
Basilia estaba marcada para el
sufrimiento. En su interior también revoloteaba una sensación que no alcanzaba
a salir, ni siquiera a definirse; se negaba a convertirse en palabras por miedo
al rechazo del boticario. Se hacía una maraña de pequeñas voces en la garganta
que únicamente le hacían más difícil respirar. Se recargaba en su hombre y
trataba de dormir; olvidarse de todo, soñar en la nueva vida.
Lo que se había escrito en los ínfimos
mensajes de las tirillas distaba mucho de lo que la pareja vivía. Si Edgardo no
hubiera subido al balcón... si Basilia hubiera escapado antes... si el viejo se
hubiera embrutecido más pronto... si el cianuro...
La llegada a México se dio al fin en la
tarde, ya cuando el bullicio de la gran ciudad se empezaba a retirar. La pareja
del silencio se perdió en el silencio de la noche, en un pequeño hotel cerca de
la estación.
Tan pronto como instalaron sus escasas
pertenencias, Edgardo intentó repetir el acto del pirul. Lanzó a Basilia sobre
el catre y montó sobre su belleza, con el ímpetu de un semental y el morbo de
un asesino. Ella, si bien no podía impedir toda la fuerza del farmacéutico,
trataba con la mirada de frenar su brusquedad. Edgardo no la veía, no era capaz
de enfrentar esa carita tan bella, tan inocente. Sólo agitaba su cuerpo al
ritmo del rechinar del óxido. Latigueaban sus huesos sobre la frágil niña,
hasta el fondo del dolor, hasta el cansancio somnífero.
Así pasó un mes entero. Basilia en el
hotelucho, sin asomarse ni al pasillo. El salía muy temprano en busca de
trabajo. Primero en farmacias, luego en tiendas, luego donde fuera. Regresaba
derrotado a brincar sobre su medio de desahogo y dormir. Sin palabras. Basilia
no soportó más posesión unilateral, más miradas huidizas, más silencio. En la
desnudez de la noche saltó un reclamo:
-Tienes que amarme bien... fue una
promesa. Me haces sentir muy poca cosa cuando solo buscas tenerme, lamer toda
mi piel, apretarme con furia. Esto no es amor, tus labios no son besos, son
pirañas, tus manos son tenazas y no caricias. Discúlpame que te lo diga,
Edgardo, pero lo prometiste. Lo tengo aquí, escrito en tus pequeñas notas.-
Bañada en llanto sacó un puño de tirillas
de compra, las puso sobre el buró. Luego se recostó de espalda al muchacho y
apagó la luz.
Basilia esta marcada para el amor cobarde.
Al siguiente día despertó sola. En el buró, solamente estaba el primero de los
papelillos:
"te amo, no podré vivir sin ti".
La mujer no tuvo más remedio que volver a
su pueblo, en busca de su madre. La vuelta fue tan triste como la fuga. Más.
Basilia en el tren. Basilia con hambre, sin dinero. Basilia con lágrimas secas.
Basilia caminando por la cordillera de cables donde los cuervos ya habían encontrado
acomodo. La mujer silencio, más silenciosa que nunca, entró al pueblo por
detrás de la iglesia cuando las campanas daban las nueve. Cruzó la plaza como
en los paseíllos. Algunos Sanmacarienses la miraban acercarse a la casa grande.
Los tres policías se apostaron al paso.
-Queremos que nos acompañes Basilia, sin
poner resistencia.- dijo el más listo.
-¿Qué pasó... por qué?
-Tienes que responder por la muerte de don
Roque.
-jNo puede ser!- Respondió impactada.
Quiero ver a mi mamá...
-Tu madre también murió. Ya ves que era
enfermiza... no soportó la impresión. En cierto modo que bueno, no hubiera
aguantado ver a su hija única en la cárcel.-
Mientras continuaban los comentarios
intrigosos, dos de los tres policías llevaban del brazo a la niña rumbo a las celdas
preventivas del comisariado ejidal, y seguían contando:
-Que callado te lo tenías; al ruco
durmiendo en tu propia cama. ¿No te parecieron muchas las catorce puñaladas con
un cuchillo de cachas blancas?-
Estallaron las ideas en la mente de
Basilia. Palabras comprimidas, pulverizadas, se fueron diluyendo causándole un
mareo que le impidió seguir; pero los cuicos la llevaban flotando. Aturdida.
Incomunicada hasta de su propio silencio.
-Ya te habías pelado, no sé pa'qué
regresaste. Hasta se ordenó una búsqueda en los pueblos vecinos, el comisario
pidió una investigación "exuastiva" con "autoxia" y toda la
cosa. Se llevaron las cobijas para "analises" de sangre que todavía
no entregan. Ya hasta se estaba olvidando la gente del asunto. No hubieras
regresado... ya te jodiste todita.-
En ese momento ya todo el pueblo miraba
como la llevaban al salón-ejidal/oficina/mazmorra. Nada más entró la corte de
arresto y se retiraron a dormir, a ratificar la siempre bien ganada fama de San
Macario-pueblo-muerto.
Basilia seguía con una serie de silencios
occisos anudando su voz, un mareo de tristeza que nublaba su vista y un efluvio
caliente en el cuerpo que contraía sus músculos. Le impedía moverse al punto de
ser llevada en peso. Basilia olvidó su rostro, confundió su pasado con el
presente, imaginando lo que Edgardo hizo mientras ella dormía en el pirul de la
Iglesia. Encontró sentido al silencio del boticario y comprendió la razón por
la que jamás volvería a verlo. Luego borró de su memoria todo vocabulario, toda
memoria.
Los tres pseudo-oficiales la acompañaron
hasta el interior de su celda. No miraban el bulto de ideas muertas, únicamente
su belleza irrompible.
-¿Desde cuándo llevabas relación con el
viejo?- Preguntó el intrigoso.- ¿Cómo eras capaz de engañar a tu madre? Si
necesitabas quién te hiciera el favor aquí habemos muchos.
Basilia no escuchaba, no entendía.
-Tan bonita y con ese ruco -dijo el más
tarado- te hubieras buscado uno mas joven, si estabas tan ganosa.
-Nosotros te podemos dar lo que buscas
-dijo alguien- Te vamos a dar 3 raciones de lo que te gusta.
-Espérate -dijo el listo-
-¿qué te preocupa? El comisario no está.
Nadie se dará cuenta.-
Ella no escuchó las carcajadas ni vio los
ojos de los cuicos quemarse. Basilia estaba marcada para el deseo y vino a
darse cuenta de sus intenciones hasta que el intrigoso rasgó su vestido rojo de
holanes blancos.
-jMira nadamás!- Tres miradas se untaron a
su piel, la siguieron hasta el rincón de la celda, donde se tapó y acurrucó,
mirando a ninguna parte, con los nervios totalmente contraídos. Los tipos
unieron sus fuerzas y tomaron a la chica en el aire, la colocaron fuera de la
mazmorra, sobre un escritorio; rápidamente la dejaron desnuda, sosteniéndola de
brazos y piernas para impedir su movilidad.
Basilia lloraba el recuerdo que no
recordaba, dando vueltas y vueltas sobre su masa encefálica. Se cansó de su
lucha callada y destensó su cuerpo.
Y en San Macario se volvió a escuchar el
sonido de perros lejanos.